¿Con qué palabras podría expresar la profundísima pena de María al ver a su Hijo muerto? Su vista se oscureció, el color lívido de la muerte la cubría, sus pies temblaban, sus oídos no oían; Ella cayó al suelo, mientras Magdalena, Juan y los otros se desplomaban también y, con la cara tapada, se abandonaban a su indecible dolor. Cuando fueron a ayudar a la más dulce y triste de todas las madres, Ella vio aquel cuerpo, concebido sin mancha por el Espíritu Santo, carne de su carne, hueso de sus huesos, Corazón de Su Corazón; la obra sagrada de Sus entrañas, formado por Obra Divina, ese cuerpo que colgaba de una cruz, entre dos ladrones. Crucificado, deshonrado, maltratado, condenado por todos aquellos a quienes había venido a la tierra a redimir. Bien se la podía llamar en aquellos momentos la Reina de los Mártires...
La Virgen Santísima se sentó sobre una amplia tela extendida en el suelo; con la rodilla derecha un poco levantada y la espalda apoyada sobre un hato de ropas. Lo habían dispuesto todo para facilitar a aquella Madre de alma profundamente afligida —la Madre de los Dolores— las tristes honras fúnebres que iba a dispensar al cuerpo de su Hijo. La sagrada cabeza de Jesús estaba reclinada sobre las rodillas de María; su cuerpo, tendido sobre una sábana. La Virgen Santísima sostenía por última vez en sus brazos el cuerpo de su querido Hijo, a quien no había podido dar ninguna prueba de amor en todo su martirio. Contemplaba sus heridas, cubría de besos su cara ensangrentada, mientras el rostro de Magdalena reposaba sobre sus pies. Mientras, los hombres se retiraron a una pequeña hondonada situada al suroeste del Calvario, a preparar todo lo necesario para embalsamar el cadáver. Casio, con algunos de los soldados que se habían convertido al Señor, se mantenía a una distancia respetuosa.
Toda la gente mal intencionada se había vuelto a la ciudad y los soldados presentes formaban únicamente una guardia de seguridad para impedir que nadie interrumpiese los últimos honores que iban a ser rendidos a Jesús. Algunos de esos soldados prestaban su ayuda cuando se lo pedían. Las santas mujeres entregaban vasijas, esponjas, paños, ungüentos y aromas, cuando les era requerido, y el resto del tiempo permanecían atentas, a corta distancia; Magdalena no se apartaba del cuerpo de Jesús; pero Juan daba continuo apoyo a la Virgen, e iba de aquí para allá, sirviendo de mensajero entre los hombres y las mujeres, ayudando a unos y a otras. Las mujeres tenían a su lado botas incipientes de cuero de boca ancha y un jarro de agua, puesto sobre un fuego de carbón. Entregaban a María y a Magdalena, conforme lo necesitaban, vasijas llenas de agua y esponjas, que exprimían después en los recipientes de cuero.
La Virgen Santísima conservaba un valor admirable en su indecible dolor. Era absolutamente imposible dejar el cuerpo de su Hijo en el horrible estado en que lo habían dejado el suplicio, por lo que procedió con infatigable dedicación a lavarlo y limpiarle las señales de los ultrajes que había recibido. Le quitó, con la mayor precaución, la corona de espinas, abriéndola por detrás y cortando una por una las espinas clavadas en la cabeza de Jesús, para no abrir las heridas al intentar arrancarlas. Puso la corona junto a los clavos; entonces María fue sacando los restos de espinas que habían quedado con una especie de pinzas redondas y las enseñó a sus amigas con tristeza.
El Divino Rostro de Nuestro Señor, apenas se podía conocer, tan desfigurado estaba con las llagas que lo cubrían; la barba y el cabello estaban apelmazados por la sangre. María le alzó suavemente la cabeza y con esponjas mojadas fue lavándole la sangre seca; conforme lo hacía, las horribles crueldades ejercidas contra Jesús se le iban presentando más vívidamente, y su compasión y su ternura se acrecentaban herida tras herida. Lavó las Llagas de la cabeza, la sangre que cubría los ojos, la nariz y las orejas de Jesús, con una pequeña esponja y un paño extendido sobre los dedos de su mano derecha; lavó, del mismo modo, su boca entreabierta, la lengua, los dientes y los labios. Limpió y desenredó lo que restaba del cabello del Salvador y lo dividió en tres partes, una sobre cada sien, y la tercera sobre la nuca.
Tras haberle limpiado la cara, la Santísima Virgen se la cubrió después de haberla besado. Luego se ocupó del cuello, de los hombros y del pecho, de los brazos y de las manos. Todos los huesos del pecho, todas las coyunturas de los miembros estaban dislocados y no podían doblarse. El hombro que había llevado la cruz era una gran llaga, toda la parte superior del cuerpo estaba cubierta de heridas y desgarrada por los azotes.
Cerca del pecho izquierdo, se veía la pequeña abertura por donde había salido la punta de la lanza de Casio, y en el lado derecho, el ancho corte por donde había entrado la lanza que le había atravesado el Corazón.
María lavó todas las llagas de Jesús, mientras Magdalena, de rodillas, la ayudaba en algún momento, pero sin apartarse de los sagrados pies de Jesús, que bañaba con lágrimas y secaba con sus cabellos Cuando la Virgen hubo ungido todas las heridas, envolvió la cabeza de Nuestro Señor en paños, mas no cubrió todavía la cara; cerró los ojos entreabiertos de Jesús, y dejó reposar su mano sobre ellos algún tiempo. Cerró también su boca, abrazó el sagrado cuerpo de su Hijo y dejó caer su cara sobre la de Jesús. José y Nicodemo llevaban un rato esperando en respetuoso silencio, cuando Juan, acercándose a la Santísima Virgen, le pidió que dejase que se llevaran a su Hijo, para que pudieran acabarlo de embalsamar, porque se acercaba el Sábado.
María abrazó una vez más el cuerpo de Jesús y se despidió de Él con conmovedoras palabras. Entonces, los hombres cogieron la sábana donde estaba depositado el cuerpo y lo apartaron así de los brazos de la Madre, llevándoselo aparte para embalsamarlo. María, de nuevo abandonada a su dolor, que habían aliviado un poco los tiernos cuidados dispensados al cuerpo de Nuestro Señor, se derrumbó ahora, con la cabeza cubierta, en brazos de las piadosas mujeres.
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