San Pedro Canisio nació en Nimega de Güeldres, Países Bajos, en 1521, el mismo año en que Lutero con abierta rebelión se apartó de la Iglesia, y en que San Ignacio de Loyola, en España, abandonando la milicia terrena, se resolvió a luchar las batallas del Señor. Con esto significó Dios con qué adversarios habría de pelear y con qué capitán alcanzaría la victoria. En Colonia, a donde se había dirigido por razón de estudios, hizo voto perpetuo de castidad, y poco después ingresó en la Compañía de Jesús. Siendo ya Sacerdote, emprendió la defensa de la Fe Católica por medio de Misiones, Sermones y escritos.
Por su preclara sabiduría y por su reconocida experiencia, fue llamado por el Cardenal de Augusta y por los Legados Pontificios, interviniendo en distintas ocasiones en el Concilio Tridentino, cuyos decretos fueron por él promulgados en Alemania por encargo del Papa Pío IV, el cual le confirió también la misión de llevarlos a la práctica.
Por mandato del Sumo Pontífice Paulo IV intervino en la Dieta de Augsburgo, y en tiempo del Papa Gregorio XIII desempeñó diversas legaciones con ánimo resuelto, sin que le arredrasen las dificultades, e intervino en gravísimos asuntos religiosos, llevándolos a feliz término, aún con peligro de su propia vida.
Ardía en el fuego de la caridad divina que antaño había respirado en las profundidades del Corazón de Jesús en sus visitas a la Basílica Vaticana, y aspiraba sólo la difusión y propagación de la gloria divina; no es posible reseñar los trabajos que emprendió por espacio de más de cuarenta años, y las fatigas que sobrellevó a fin de preservar a muchas ciudades y provincias de Alemania del contagio de la herejía, o para restituir a la fe católica las que estaban contaminadas por falsas doctrinas. Redactó el Sumario de la Doctrina Cristiana en 1555, que se centraba sobre todo en los puntos teológicos objeto de controversia entre Católicos y Protestantes.
En la Dieta de Ratisbona y de Augusta excitó a los príncipes a la defensa de los derechos de la Iglesia y a la enmienda de las costumbres del pueblo; en la de Worms redujo al silencio a los insolentes maestros de la impiedad. Constituido por San Ignacio como Superior de la Provincia de Alemania, edificó casas y colegios en muchas partes. Dotó y amplió, con toda suerte de medios, al Colegio Germánico de Roma. Restauró en las Academias el estudio de las letras divinas y humanas, que había decaído; escribió muchos escritos para la instrucción de los Fieles. Fue llamado el "Martillo de los herejes" y el segundo Apóstol de Alemania.
En medio de tantas ocupaciones, se mantenía en unión con Dios por la plegaria y la asidua meditación de las cosas celestiales, en la cual no pocas veces derramaba abundantes lágrimas, y quedaba privado del uso de los sentidos.
Fue honrado en gran manera por los príncipes y por hombres de virtud eminente, así como por cuatro Sumos Pontífices, y con todo era tal su humildad, que se consideraba el más pequeño de todos. Rehusó por dos veces el Obispado de Viena. Sumiso en gran manera a sus Superiores, estaba dispuesto a dejarlo y emprenderlo todo para obedecerles, aún con peligro de su salud o de su vida. Gracias a su mortificación voluntaria guardó perpetua castidad.
Finalmente, en Friburgo de Suiza, en donde había trabajado mucho durante los últimos años de su vida por la Gloria de Dios y el bien de las almas, voló al cielo el día 21 de Diciembre del año 1597, a los 77 años.
El Papa Pío IX agregó a este celoso defensor de la Verdad Católica al número de los Beatos en 1864. Y resplandeciendo con nuevos milagros, el Sumo Pontífice Pío XI en el Año del Jubileo de 1925, le incluyó en el número de los Santos, al propio tiempo lo declaró Doctor de la Iglesia Universal por su heroica defensa del Catecismo.
Oración de San Pedro Canisio
para conservar la Verdadera Fe
Para mi salvación, confieso en voz alta todo lo que los Católicos, con razón han creído siempre en sus corazones. Aborrezco a Lutero, odio a Calvino, maldigo a todos los herejes; no quiero tener nada en común con ellos, porque no hablan ni escuchan rectamente, y no poseen la única regla de la Verdadera Fe propuesta por la Iglesia, Una, Santa, Católica, Apostólica y Romana. Me uno en comunión con Ella, abrazo la Fe, sigo la Religión y apruebo la Doctrina de los que escuchan y siguen a Cristo, no sólo cuanto se enseña en las Escrituras, sino incluso en los Concilios Ecuménicos y lo que se define por boca de la Cátedra de Pedro, testificándola con la Autoridad de los Padres.
También me declaro hijo de la Iglesia Romana, a la que los impíos y blasfemos persiguen, desprecian y abominan como si fuera anticristiana; no me alejo en ningún punto de su autoridad, ni me niego a dar la vida y derramar mi sangre en su defensa. Creo que la salvación por los Méritos de Cristo sólo podemos alcanzarla en unidad de esta misma Iglesia.
Con San Jerónimo, declaro permanecer unido con todos los que están unidos a la Cátedra de Pedro, con San Ambrosio, prometo seguir en todo a la Iglesia Romana a la que reconozco respetuosamente, con San Cipriano, como la raíz y madre de la Iglesia universal. Me baso en esta Fe en la doctrina que aprendí de niño, que de joven confirmé como me la enseñaron los adultos y que, hasta ahora, con mis débiles fuerzas defendí. Para hacer esta profesión no me mueve otra razón que la Gloria y el Honor de Dios, la conciencia de la verdad, la autoridad canónica de la Santa Escritura, el consenso de los Padres de la Iglesia, el testimonio de Fe que debo dar a mis hermanos y, finalmente, la salvación eterna en el Cielo y la felicidad prometida a los verdaderos creyentes.
Si se da el caso de que debido a mi Fe, soy despreciado, maltratado y perseguido, lo consideraré como una extraordinaria gracia y favor, porque significará que Vos, mi Dios, me concedéis la oportunidad de sufrir por la justicia y no queréis que me sean benévolos aquellos que, como enemigos declarados de la Iglesia y de la Verdad Católica, no pueden ser vuestros amigos. Sin embargo, perdonadlos, Señor, porque instigados por el Diablo, y cegados por el brillo de una doctrina falsa, no saben o no quieren saber lo que hacen.
Concededme esta gracia, tanto en la vida y como en la muerte, y que siempre sea testigo fidedigno de la sinceridad y fidelidad que os debo a Vos, a la Iglesia y a la Verdad, que no me aleje de vuestro Santo Amor y que permanezca en comunión con aquellos que temen y guardan vuestros preceptos en la Santa Iglesia Romana, a cuyo juicio me someto yo y todas mis obras, con ánimo pronto y respetuoso.
Que todos los Santos, triunfantes en el Cielo o militantes en la tierra, unidos indisolublemente en el vínculo de la paz con la Iglesia Católica exaltando vuestra inmensa bondad, rueguen por mí. A Vos, que sois el Principio y Fin de todos mis bienes, sea todo Honor y Gloria por los siglos de los siglos.
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