Algunos escritores opinan que el Glorioso Patriarca San José, con la herencia de sus padres hubiera podido llevar una vida, si no rodeada de comodidades, pasajera y desahogada por lo menos; pero conociendo ya desde los albores de su juventud cuánto agradaba a Dios la pobreza voluntaria, se abrazó interiormente con ella, esperando tiempo y sazón para desprenderse de todo y repartirlo con los pobres; y cuando siguiendo los designios del Eterno, contrajo matrimonio con la Reina de los Cielos, presto dio feliz cumplimiento a sus felices propósitos de pobreza, pues en compañía de su Esposa, y con su consentimiento y acuerdo, se despojó de todos sus bienes, distribuyéndolos generosa y caritativamente entre los menesterosos, contento de ganar el pan con el sudor de su frente.
De esta suerte, bien se puede asegurar que San José, por su propia elección y con gran contento de su alma, se hizo pobre, vivió pobre y murió pobre, pues nada tuvo que legar en su tránsito ni a Jesús ni a su queridísima María, si no fueron las herramientas de su oficio. Pero su pobreza, tan santa y tan sublime, no fue perezosa ni holgazana, sino sumamente activa y diligente; de manera que trabajando con solícito afán, no solo atendía a las propias necesidades y a las de la familia, más también como éstas eran cortas e insignificantes, socorría igualmente con lo sobrante a los pobres del Señor.
¡Con qué brillo se manifestó esta edificante pobreza en su viaje a Belén!. Por verle tan pobre le rechazaron sus parientes y le despidieron en las posadas, hasta obligarle a hospedarse en una cueva, refugio de pastores errantes y abierta a todas las inclemencias del tiempo; y allí, sufriendo los rigores de la pobreza, vio recién nacido al Redentor del mundo, reclinado en un pesebre y envuelto en pobres pañales, permaneciendo pobremente allí por espacio de cuarenta días. Mucho sentía San José contemplar a las prendas más queridas de su alma rodeadas de tanta miseria, sin ni siquiera poder gozar de un camastro de pajas para tomar un descanso; pero, ¿qué podía hacer sino resignarse con la Divina Providencia?. ¿Puede imaginarse una pobreza más santa y elevada, pobreza semejante a la cueva de Belén?. San José no se queja, sino que adora, contento y agradecido los designios del Altísimo; saborea humildemente los efectos de la santa pobreza, y prendado de aquella pobrísima morada, no la hubiera trocado por los más suntuosos y espléndidos palacios del Universo.
¡Con qué gozo y veneración bendecía y alababa las disposiciones del Todopoderoso en preparar para Su Hijo Eterno, alojamiento tan miserable!. ¡Cómo se imprimían en su corazón aquellas lecciones que con su ejemplo soberano nos daba el Señor desde su entrada en el mundo!. No tardó mucho en confirmarlas son sus propios hechos, porque la ofrenda que presentó en el Templo, después de los cuarenta días del Nacimiento de Nuestro Señor, no fue sino la propia de los pobres, consistente en un par de palomas, señalada así por la Ley...