domingo, 24 de diciembre de 2017

FELIZ NAVIDAD Y BENDECIDO AÑO NUEVO

   «El pueblo, que vivía en tinieblas, vio una gran luz.» Con esta viva imagen el espíritu profético de Isaías (Is 9, 1) anunció la venida a la tierra del Niño celestial, Padre del futuro siglo y Príncipe de la paz.

      Con la misma imagen, que en la plenitud de los tiempos se ha convertido en realidad confortante de las generaciones humanas que se suceden en este mundo lleno de tinieblas, Nos deseamos, amados hijos e hijas del Orbe Católico, comenzar Nuestro Mensaje navideño, y servirnos de ella para guiaros otra vez a la cuna del Salvador recién nacido, fulgurante manantial de luz.


         Luz que disipa y vence las tinieblas es, en verdad, el Nacimiento del Señor en su significado esencial, que el Apóstol San Juan expuso y compendió en el sublime exordio de su Evangelio, en el cual resuena la solemnidad de la primera página del Génesis al aparecer la luz primera: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros: y nosotros fuimos testigos de su gloria, gloria propia del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14). Él, vida y luz en sí mismo, resplandece en las tinieblas y concede a todos los que le abren sus ojos y su corazón, a aquellos que le reciben y creen en Él, el poder de llegar a ser hijos de Dios (cf. Jn 1, 12).

         No obstante este copioso fulgor de la luz divina que irradia del humilde pesebre, posee el hombre la tremenda facultad de hundirse en las antiguas tinieblas, causadas por el primer pecado, en las que el espíritu se agota en obras de fango y de muerte. Para esos ciegos voluntarios, que lo son por haber perdido o debilitado la fe, la misma Navidad no tiene otros atractivos que los de una fiesta meramente humana, reducida a pobres sentimientos y a recuerdos puramente terrenales, mirada frecuentemente con dulzura, pero como envoltura sin contenido y cáscara vacía. Aun quedan pues, en torno a la refulgente cuna del Redentor zonas de tinieblas y la rodean hombres de ojos apagados a la luz celestial, mas no porque el Dios Encarnado no tenga, aun dentro del misterio, luz para iluminar a todo hombre que viene a este mundo, sino porque muchos, ofuscados por el efímero esplendor de ideales y obras humanas circunscriben su vista en los límites de lo creado, haciéndose incapaces de levantarla al Creador, principio armonía y fin de todo lo que existe.

       A estos hombres de las tinieblas deseamos señalar la gran luz que irradia del pesebre, invitándoles, ante todo, a reconocer la causa actual que les ciega y les hace insensibles a las cosas divinas. La causa es el excesivo y a veces exclusivo aprecio del llamado «progreso técnico». Este progreso, soñado al principio cual mito omnipotente y fuente de felicidad, promovido más tarde con gran ardor hasta las más audaces conquistas, se ha impuesto a la conciencia ordinaria como fin último del hombre y de la vida, en sustitución de todo otro ideal religioso y espiritual.

        Hoy vemos, con claridad cada vez mayor, que su inmerecida exaltación ha cegado los ojos del hombre moderno y ha endurecido sus oídos de tal modo, que se realice en ellos lo que el Libro de la Sabiduría flagelaba en los idolatras de su tiempo (Sab 13, 1); son incapaces de conocer por medio del mundo visible a Aquel que existe y de descubrir al Artífice por sus obras, y aun más hoy en día, para esos que caminan en tinieblas, el mundo sobrenatural y la obra de la Redención, que supera a toda la naturaleza y que fue realizada por Jesucristo, quedan envueltos en completa oscuridad.


        Hay, ante todo, un engaño fundamental en esta visión torcida del mundo, que el «espíritu técnico» ofrece. El panorama, a primera vista ilimitado, que la técnica despliega ante los ojos del hombre moderno, por muy extenso que sea, no es, con todo, más que una proyección parcial de la vida sobre la realidad, pues no expresa sino las relaciones de ésta con la materia. Por eso es un panorama que alucina y acaba por encerrar al hombre, demasiado crédulo, en la inmensidad y en la omnipotencia de la técnica, en una prisión, que es ciertamente vasta, pero circunscrita y, por tanto, a la larga, insoportable a su genuino espíritu. Su mirada, lejos de extenderse hacia la realidad infinita, que no es sólo materia, se sentirá coartada por las barreras que ésta necesariamente le opone. De donde nace la intima angustia del hombre contemporáneo, que se ha vuelto ciego, por haberse rodeado voluntariamente de tinieblas.

Papa Pío XII, Discurso de Navidad de 1953





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