lunes, 12 de diciembre de 2022

MARÍA SANTÍSIMA DE GUADALUPE, Emperatriz de América

  


               Eran los albores del siglo XVI, y la Iglesia en el Viejo Continente estaba acosada por dolorosas heridas. La herejía luterana había roto la unidad de la Fe en los reinos germánicos, arrastrando consigo a numerosos adeptos. Inglaterra capituló ante los deseos de Enrique VIII, quien usurpó el control de la Iglesia, prescindiendo del Papa. Zwingli trajo las ideas luteranas a Suiza. En Francia, Calvino emprendió un intento similar de sedición religiosa... Se estaba dando el primer paso de un largo proceso de disgregación en el Cuerpo Místico de Cristo, y el Concilio de Trento reaccionó, utilizando medios sin precedentes en la vida pastoral y teológica de la Iglesia.

               En el Nuevo Continente al otro lado del mar, los descubrimientos de Colón, fomentados por expediciones marítimas en curso, despertaron en muchos corazones dos sentimientos encontrados: esperanza y perplejidad. Esperanza ante un mundo desconocido y prometedor que se abría al Reino de Dios; perplejidad ante la realidad del tipo humano indígena, típicamente inmerso en un estilo de vida salvaje durante incontables generaciones, y acostumbrado a indecibles atrocidades.

               La idolatría reinaba entre los amerindios, ¡y no cualquier idolatría! El fomento del odio, la venganza y la rivalidad fue inculcado en las mentes y exteriorizado en tótems y en divinidades anhelantes de sacrificios humanos. A esto se sumaba el libertinaje moral, el hurto, las guerras interminables y muchas otras tendencias que hacen preguntarse: ¿quiénes estaban personificados en los ídolos precolombinos? ¿Quién fue el que se benefició de estas aberraciones? Tal red de creencias sangrientas y antropófagas, esparcida por los vastos territorios americanos, podría compararse a un gran cuerpo idólatra que nutrió a sus miembros con excesos pecaminosos.

               La Iglesia no podía permanecer indiferente al bien de las almas. Por lo tanto, comenzó la difícil misión de catequizar a un pueblo salvaje, tan bárbaro que algunos incluso cuestionaron si los amerindios tenían alma... 

               Decenas de misioneros, sobre todo pertenecientes a Órdenes Religiosas, emprendieron una iniciativa más difícil que someter con las armas: conquistar el corazón de los indígenas para Cristo. Sin embargo, no estaban solos...¡la misma Madre de Dios se encargó de esta tarea! Y su primera intervención visible, reconocida por la Iglesia, fue precisamente la Aparición de la Virgen de Guadalupe.

               Cuauhtlatoatzin -hablando águila, en lengua náhuatl- era el nombre de un indio nacido en 1474, en la ciudad de Cuautlitlán, aliado de los españoles en la lucha contra los aztecas y ubicado a veinte kilómetros de la capital. Estuvo casado con una indígena de nombre Malintzin y, en 1524, con el Santo Bautismo, recibió el nombre cristiano de Juan Diego, y ella, María Lucia. Tenía cincuenta y siete años, y ya era viudo, cuando se produjo el gran acontecimiento de su vida, en la madrugada del Sábado 9 de Diciembre de 1531.

               Se dirigía a toda prisa a la Ciudad de México para recibir instrucción en la doctrina católica y asistir a la Santa Misa cuando, al pasar por el Cerro del Tepeyac (que fue una vez el lugar más notorio de sacrificio de niños en la cultura azteca), escuchó el hermoso canto de los pájaros, como preludio de una voz cautivadora que le hacía señas con ternura: "Juanito, Juan Dieguito!" Lejos de sentir miedo o buscar esconderse, sintió que su corazón inocente se desbordaba de alegría y subió a lo alto del montículo para buscar el origen de esa voz .

               Allí se encontró con una Doncella tan resplandeciente como el sol, de pie sobre rocas que brillaban como joyas preciosas. La tierra mostraba los colores del arco iris y el follaje brillaba con tonos de jade, oro y turquesa. Fue la Virgen Madre de Dios quien hizo señas a su humilde servidor, para confiarle la misión de comunicar al Obispo de México su deseo de que se construyera en ese lugar una "casita sagrada", pues ella deseaba erigir una pedestal allí para glorificar a su Hijo amadísimo.

               Juan Diego se presentó ante Fray Juan de Zumárraga, un Sacerdote franciscano que había sido nombrado obispo, pero aún no había recibido la ordenación episcopal, y le explicó todo lo que Nuestra Señora le había revelado. El Prelado no le prestó atención ese día en particular...

                Desolado, volvió al Tepeyac, para expresarle a la Madre celestial su incapacidad para cumplir la misión que le había encomendado. La Santísima Virgen, sin embargo, lo animó a volver al Obispo y repetir la petición del Cielo.


               

               Al día siguiente, Domingo, Juan Diego volvió a transmitir el mensaje a fray Zumárraga. Este último quedó impresionado con su insistencia y con los detalles y la coherencia de su relato de las apariciones, pero no quedó convencido: exigió una señal para confirmar su autenticidad. El mensajero de María asintió sin dudarlo y le preguntó qué señal deseaba. Algo desconcertado por la compostura del indio, Fray Zumárraga lo despidió sumariamente.

               Juan Diego volvió al Tepeyac y transmitió a la Señora la demanda de la Autoridad Eclesiástica. Ella respondió:

               -Muy bien, hijo mío. Regresa mañana a la ciudad para llevar al Obispo la señal solicitada. Te estaré esperando aquí.

               Al regresar a casa, Juan Diego encontró a su tío Juan Bernardino al borde de la muerte, aquejado de una repentina enfermedad, y pasó todo el día cuidando al único familiar que le quedaba, quien lo había cuidado desde niño en lugar de sus difuntos padres. Sin embargo, todos sus esfuerzos por restaurar la salud de su tío resultaron inútiles. El martes por la mañana temprano salió a buscar un Sacerdote para que le administrara los últimos sacramentos.

               Dos misiones muy distintas marcaron el viaje: conseguir la señal celestial de una historia que comenzaba y ayudar a un moribundo en sus últimos momentos. 

               De camino a la ciudad, Juan Diego pasó por alto el sitio donde había visto tres veces a Nuestra Señora, temiendo no tener tiempo para realizar ambas tareas. Tomó un atajo, con la intención de subir al Tepeyac en la tarde. Perturbado por la angustia y la urgencia, ni siquiera pensó en pedirle un milagro…

               Ella, sin embargo, familiarizada con las vicisitudes de la vida humana, apareció en el camino y le preguntó a dónde iba. Juan Diego cayó de rodillas, la saludó cariñosamente y le explicó la angustiosa situación que le impedía cumplir el plan celestial. La amable Señora respondió:

               -Escucha y deja que penetre en tu corazón, el más pequeño de mis hijos: no te turbes ni te cargues de dolor. No temas ninguna enfermedad ni aflicción, ansiedad ni dolor. ¿No estoy aquí que soy vuestra Madre? ¿No estás bajo mi sombra y protección? ¿No soy yo tu fuente de vida? ¿No estás en los pliegues de mi manto? ¿En el cruce de mis brazos? ¿Hay algo más que necesites? No te preocupes por la enfermedad de tu tío, no morirá ahora. No tengáis duda de que ya está curado.

              En ese momento -según supo más tarde-, ella también se apareció a su tío y lo curó. Luego envió a Juan Diego a la cima del cerro para que recogiera las rosas que encontraría allí y se las llevara. Llegando allí, se asombró de ver una gran variedad de fragantes rosas castellanas, fuera de temporada; los recogió apresuradamente y los ató en su tilma rústica y se las llevó a Nuestra Señora. Ella las arregló en el manto del buen indio, quien inmediatamente se dispuso a dárselas al Obispo.



               Tras una larga espera, finalmente fue recibido por Fray Zumárraga. Entonces pudo contar todo lo que había sucedido y darle la señal enviada por la Virgen María. Abrió su tilma de la que cayeron las numerosas rosas y salió a la luz un milagro aún más estupendo: manos invisibles habían impreso en la tilma la imagen de la Santísima Virgen, tal como apareció aquel día en el Cerro del Tepeyac y puede ser venerada hoy en la Basílica de Guadalupe.

               Juan Bernardino, desde su casa, esperaba el regreso de Juan Diego para contarle de la Señora resplandeciente que también se le había aparecido a él, llevándole la anhelada cura y revelándole el nombre con el que deseaba ser venerada: "La perfecta Santísima Virgen María de Guadalupe". 

               Así, se habían obrado dos milagros complementarios ricamente significativos. En ese contexto histórico, la restauración de la salud del venerable anciano representó la curación de la humanidad y un cambio radical en la historia del continente. La imagen milagrosa impresa en la tilma indicaba que María se estaba involucrando por completo en la evangelización de las Américas, de manera mística, lo que llevó a los Papas del siglo XX a proclamarla Emperatriz y Patrona de este Nuevo Continente. 



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