Imaginemos que en todo el mundo no hubiera sino un solo pan; supongamos que con él hubiese de quitarse el hambre a todos los hombres, y que éstos, solamente con verlo, quedaran saciados. Pues bien, habiendo el hombre por naturaleza, cuando está sano, instinto de comer, si no comiese, y no pudiese enfermar ni morir, tendría cada vez más hambre; pues el instinto de comer nunca se le quita. Y si el hombre supiera entonces que sólo aquel pan puede saciarle, al no tenerlo, no podría quitársele el hambre.
Y esto es el Infierno que sienten los que tienen hambre, ya que cuanto más se acercan a este pan sin poder verlo, tanto más se les enciende el deseo natural; pues éste, por instinto, se dirige a este pan en el que consiste todo su contentamiento. Y si estuviese cierto de no ver más ese pan, en eso consistiría el Infierno que tienen todas las almas condenadas, privadas de toda esperanza de nunca jamás ver ese pan, que es el Verdadero Dios Salvador.
Las Almas del Purgatorio, en cambio, padecen esa hambre, porque no ven el pan que podría saciarles, pero tienen la esperanza de verlo y de saciarse de él completamente; y así padecen tanta pena cuando de ese pan no pueden saciarse.
Otra cosa que veo claramente es que así como el espíritu limpio y puro no encuentra otro lugar sino Dios para su reposo, pues para ello ha sido creado, del mismo modo el alma en pecado no tiene para sí otro lugar que el Infierno, que Dios le ha asignado como su lugar propio.
Por eso, en el instante en que el espíritu se separa de Dios, el alma va a su lugar correspondiente, sin otra guía que la que tiene la naturaleza del pecado. Y esto sucede cuando el alma sale del cuerpo en pecado mortal. Y si el alma en aquel momento no encontrara aquella ordenación que procede de la Justicia de Dios, sufriría un Infierno mayor de lo que el Infierno es, por hallarse fuera de aquella ordenación que participa de la Misericordia Divina, que no da al alma tanta pena como merece.
Y por eso, no hallando lugar más conveniente, ni de menores males para ella, se arrojaría allí dentro, como a su lugar propio. Así sucede por lo que se refiere al Purgatorio: el alma separada del cuerpo, cuando no se halla en aquella pureza en la que fue creada, viéndose con tal impedimento, que no puede quitarse sino por medio del Purgatorio, al punto se arroja en él, y con toda voluntad. Y si no encontrase tal ordenación capaz de quitarle ese impedimento, en aquel instante se le formaría un infierno peor de lo que es el Purgatorio, viendo ella que no podía unirse, por aquel impedimento, a Dios, su fin. Este fin le importa tanto que, en comparación de él, el Purgatorio le parece nada, aunque ya se ha dicho que se parece al Infierno.
Santa Catalina de Génova, Tratado del Purgatorio
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