A mediados del siglo XIV Albania atravesaba grandes dificultades. Después de ser disputada durante siglos entre los pueblos vecinos, era invadida entonces por el poderoso imperio turco. Sin estructura militar capaz de oponerse al enérgico adversario, el pueblo rezaba con angustia, confiándose al auxilio del cielo. La respuesta a tales oraciones no se hizo esperar: en la emergencia surgió un varón de Dios, de noble estirpe y devotísimo de María, decidido a luchar por la Patrona y por la libertad de su país.
A costa de inmensos esfuerzos bélicos, logró mantener la unidad y la fe de su pueblo. Las crónicas de su tiempo exaltan las hazañas realizadas por él y por los valerosos albaneses que lucharon a su lado estimulados por su ardor.
Cuando los combates les daban tregua, se arrodillaban todos a los pies de “Santa María de Scútari”, de donde salían fortalecidos y obtenían portentosas y decisivas victorias contra el enemigo de la fe. En eso reluce una característica de aquella que el mundo conocería en el futuro como Madre del Buen Consejo: fortalecer a todos los que, combatiendo el buen combate, se le aproximan buscando aliento y valor.
Sin embargo… al cabo de 23 años de luchas, Skanderbeg fue llevado de esta vida. La falta del piadoso líder era irreparable. Todos presentían que la derrota estaba próxima. El pueblo se encontraba ante la trágica encrucijada de abandonar la patria o someterse a la esclavitud turca.
En esa situación de perplejidad, la Virgen del fresco se aparece en sueños a dos valientes soldados de Skanderbeg, llamados Georgis y De Sclavis, para ordenarles que la sigan en un largo viaje. La imagen les inspiraba una gran confianza y arrodillarse a sus pies era motivo de gran consuelo para ellos. Cierta mañana estando ambos sumidos en fervorosa oración, ven el más grande milagro de sus vidas.
El maravilloso fresco se desprende de la pared y, llevado por ángeles, envuelto en una blanca y luminosa nube, va retirándose suavemente del recinto. ¡Resulta fácil imaginar la reacción de los buenos hombres! Atónitos, siguen a la Virgen que avanza por los cielos de Scútari. Cuando se dan cuenta, están a orillas del Mar Adriático. ¡Habían recorrido treinta kilómetros sin sentir cansancio!
Siempre rodeada por la blanca nube, la milagrosa imagen avanza mar adentro. Perplejos, Georgis y De Sclavis no quieren dejarla; y entonces verifican, estupefactos y eufóricos, que bajo sus pies las aguas se convierten en sólidos diamantes, regresando al estado líquido tras su paso. ¡Qué milagro! Tal como san Pedro en el lago de Genezaret, estos dos hombres ca minan sobre el Adriático guiados por la propia “Estrella del Mar”.
Sin saber decir cuánto tiempo caminaron, ni cuántos kilómetros dejaron atrás, los buenos devotos ven nuevas playas. ¡Estaban en la península itálica! Pero… ¿dónde estaba Santa María de Scútari? Miran a uno y otro lado, escuchan otro idioma, sienten un ambiente tan diferente a su Albania, pero ya no ven a la Señora de la luminosa nube. Había desaparecido. ¡Qué gran prueba! Comenzaron entonces una búsqueda infatigable. ¿Dónde estaría Ella?
En esa misma época, en la pequeña ciudad de Genazzano, no lejos de Roma, vivía una piadosa viuda llamada Petruccia de Nocera. Para entonces ya era una octogenaria mujer de mucha rectitud, terciaria de la orden agustina, y cuya modesta herencia apenas le alcanzaba para vivir. Petruccia era muy d vota de la Madre del Buen Consejo, venerada en una vieja iglesia de Genazzano. La piadosa señora recibió del Espíritu Santo la siguiente revelación: “María Santísima, en su imagen de Scútari, desea salir de Albania”.
Si la comunicación sobrenatural la sorprendió, todavía más asombro causó en ella recibir de la Virgen misma la orden expresa de levantar el templo que debería recibir su fresco, así como la promesa de ser ayudada en el tiempo oportuno. Comenzó, pues, Petruccia la construcción de la pequeña iglesia. Empleó todos sus recursos… que se terminaron cuando las paredes sólo llegaban al metro de altura. Los escépticos habitantes de la pequeña ciudad convirtieron a la viuda en blanco favorito de sus burlas y sarcasmos, llamándola loca, visionaria, imprudente y anticuada. Pero ella atravesó confiada esta prueba tal como Noé, de quien se mofaban todos mientras construía el arca.
Era el día 25 de Abril de 1467, Fiesta de San Marcos, Patrono de Genazzano. A las dos de la tarde, Petruccia parte camino a la iglesia, pasando por la bulliciosa feria donde se ofrece desde tejidos de Génova y Venecia hasta un elixir de eterna juventud o un “poderosísimo” licor contra cualquier tipo de fiebre. En medio del vocerío, el pueblo siente una melodía de singular belleza venida del cielo. Se impone el silencio. Todos notan que la música proviene de una nubecita blanca, tan luminosa que ofusca los propios rayos del sol, la cual baja gradualmente hacia la pared inconclusa de una capilla lateral. La muchedumbre acude estupefacta, ocupa el pequeño recinto y ve deshacerse la nube. Ahí estaba suspendido en el aire, sin ningún soporte visible el sagrado fresco, la Señora del Buen Consejo. “¡Un milagro, un milagro!”, gritan todos. ¡Qué alegría para Petruccia y qué consuelo para Georgis y De Sclavis cuando pudieran llegar allá! Se confirmaba el superior designio de la construcción iniciada, y empezaba en Genazzano un largo e ininterrumpido desfile de milagros y gracias obrados por la Virgen.
IMPLORAR EL AUXILIO DE NUESTRA SEÑORA
DEL BUEN CONSEJO, por Plinio Corrêa de Oliveira
Sin duda, en nuestra época, tan afligida y conturbada, incontables son las almas que precisan, a este o aquel título, de un buen consejo. Nada pueden hacer ellas de mejor que implorar el auxilio de Aquella que la Santa Iglesia, en la letanía lauretana invoca como “Mater Boni Consilii”.
Sin embargo cumple ponderar que un consejo es de tanto mayor validez, cuanto mayor fuese la importancia del asunto sobre el cual versa.
Por esto, supremamente importante son para cada uno los consejos necesarios para conocer a respecto de sí mismo -dentro de la tempestad de tinieblas del siglo XX- los designios de Nuestra Señora y los medios aptos para realizarlos.
Aquí hay un primer título para afirmar la particular actualidad de la devoción a Nuestra Señora de Genazzano en este siglo que podrá pasar para la Historia como el siglo de la confusión.
Inclusive, si ampliamos nuestros horizontes para mas allá de la esfera individual, y consideramos en una perspectiva histórica la crisis por la cual hoy pasa la Iglesia de Dios, no podremos dejar de ponderar que aún aquí la humanidad necesita como nunca de un buen consejo de la Virgen de las vírgenes...
Parecerá tal vez excesivo, para algunos lectores, que afirmemos ser éste el siglo más confuso de la Historia. Sin embargo, entre las múltiples pruebas que esta aseveración comporta, es necesario ponderar una, que por sí misma justifica nuestra afirmación.
En efecto, sería difícil constatar que en algún tiempo la confusión haya sido mayor en los medios católicos de que en el nuestro.
Por cierto, hubo épocas en que la Iglesia pareció afectada por una confusión más grave. Así, las crisis a lo largo de las cuales los antipapas dislaceraban el Cuerpo Místico de Cristo, o la lucha de las investiduras que dividió durante mucho tiempo el Occidente Cristiano, lanzando el Sacro Imperio contra el Papado. Pero estas crisis, o eran más de rivalidades personales que de principios, o ponían en juego sólo algunos principios, si bien que básicos, de la doctrina católica.
Actualmente, por lo contrario, no hay error, por más craso y rotundo, que no procure revestirse de un ropaje más o menos nuevo para obtener libre tránsito en los ambientes católicos. Se puede decir que asistimos en nuestro propio medio al desfile de todos los errores, farisaicamente disfrazados con piel de oveja, para solicitar la adhesión de católicos incautos, superficiales o poco devotos de nuestra Fe. Y, ante esa maniobra, cuántas concesiones, cuántas falsas prudencias, cuánto criminal noviazgo con la herejía!
Trazado este cuadro, pensamos con afecto y con aprensión en las muchas almas sin mayores estudios religiosos. ¡Cuan necesario les es el buen consejo de Nuestra Señora, para vencer la confusión! La Iglesia puede decir de ahí, analógicamente, las palabras de Nuestro Señor; “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”, (Juan, XIV, 6). Si en los ambientes católicos sopla la confusión, es inevitable que ésta se extienda por todos los otros dominios de la existencia. Y, en la Iglesia no puede haber confusión mayor de la que de los principios.
Es natural, pues, que afirmemos ser éste nuestro siglo, el siglo de la confusión, y que de nuestros labios suba una súplica para la Madre de Dios: Nuestra Señora del Buen Consejo, rogad por nosotros, y ayudadnos a permanecer fieles al Camino, a la Verdad y a la Vida, en medio de tanto extravío, de tanta mentira y de tanta muerte.