Lo que más me conviene buscar habitual y continuamente es la mirada amorosa de Dios sobre mí y dentro de mi; fijarme con amor en que mi vida se desenvuelve en Dios, he sido criado para Dios, Dios está en mí, yo estoy en Dios y de Dios recibo mi vida y el deseo de su amor.
Procuraré aislarme de las criaturas y aún de mi trabajo ordinario y disponerme más delicadamente para que Dios pueda fijar complacido sobre mí, su mirada de Padre y de Dios amoroso y yo preste atención a ella, para que la eficacia de la gracia y de la santidad sea mayor en mí.
Su mirada me iluminará y fortalecerá, porque la mirada de Dios siempre pone inundación de luz y de hermosura de cielo en el alma. Dios siempre me mira, como me ama sin interrupción, como está viviendo continuamente dentro de mi alma, aún cuando yo esté distraído. ¡Oh Dios mío, que nunca me aleje yo de Ti!. Pero sólo desarrollará Dios en mí toda la eficacia amorosísima de su mirada y de su presencia si yo le busco a Él y se la pido con deseo y ansia de amor, si pongo mi vida y mi corazón en encontrar y grabar en mi alma esos amorosos ojos de mi Dios. Quiero no apartar la mirada de mi alma de sus ojos de infinita hermosura.
Dios mío, yo no sé ni puedo grabarte en mí, en lo íntimo mío, como deseo; grabad Vos vuestra bendita y atrayente mirada en mi alma e iluminadme. Tu mirada siempre me ilumine y haga florecer en mí la flor de la santidad, el fruto codiciado de la vida eterna, que es participación de vuestra misma vida y esperanza de la posesión de la dicha perfecta.
Leo en el Santo Evangelio que Jesucristo, en el día más solemne de la fiestas de los judíos, estando de pie ante todos, dijo con fuerte voz: “Si alguno tiene sed, venga a Mí y beba”. Y continuó diciendo Jesús: “De que beba de Mí, del seno de aquél que cree en Mí, manarán ríos de agua viva”.
Para que pueda llegar a cumplirse en mí esta divina promesa, de antemano ha puesto Él, amoroso, en mi alma sed de Dios, sed o ansia de consagrarme a Dios y de vivir para Dios. Es mi mismo Padre celestial quien me dio, como inestimable regalo de su misericordia, esta misteriosa sed de lo sobrenatural, de la vida eterna.
El mismo Jesucristo, mi Redentor, puso la sed de Dios en mi corazón. No conocía yo este tesoro, pero Jesucristo, sin yo conocerlo ni merecerlo, me dio esta sed viva de Dios, y con ella tuve fortaleza y determinación para dejar todo lo del mundo y venir a Él. Ni hubiera podido tener la fortaleza y determinación para dejarlo todo y renunciarme a mí mismo si Él no hubiera puesto esta inflamación y sed en mí.
Al principio, porque no me había vaciado de mí mismo, parecíame este camino pedregoso y muy difícil, mas cuando me renuncio y niego a mí mismo, veo por experiencia que el camino de tu gracia y de tu amor es camino de belleza y de alegría, que el camino de tu misericordia está lleno de delicias y goces insospechados y es el camino seguro y gozoso que termina en los resplandores de la vida eterna.
¿Cómo podré agradecerte, Dios mío, esta sed que me diste?. Sentí esta sed y este ansia insaciable allá en el alborear de mi vocación y ellas me hicieron dejar todo lo del mundo para venir a Ti, y continué sintiéndolas más intensas durante mi vida religiosa, porque no podía perfectamente poseerte a Ti mientras no me negara perfectamente a mí, y por ellas continuo preparándome y negándome para hacerte mío y que Tú me hagas totalmente tuyo. Bendita sea esta sed que aparta de mí todo apetito y codicia de lo terreno y me aviva los deseos y recuerdos de Ti, Amor mío y Señor y Creador del Cielo.
Padre Valentín de San José, Carmelita Descalzo
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