La gente que seguía a Jesús aúlla de rabia. Era más bonito para ellos verle caer. Lanzan, contra Él y contra quienes le llevan, palabras obscenas, y parte de ellos se ponen a seguir a la comitiva, y otra parte prosigue, casi corriendo, hacia arriba por el camino empinado, para desquitarse, con un magnífico puesto, de la desilusión que han experimentado. Las mujeres, que van llorando -y que se encuentran en un punto inicial de este camino en espiral- se vuelven al oír los gritos, y ven que la comitiva tuerce por ahí. Se detienen entonces, y, temiendo que los violentos judíos las arrojen ladera abajo, se pegan bien al monte. Cubren aún más su cara con los velos. Una va completamente velada como una musulmana, dejando descubiertos solo sus negrísimos ojos. Van ricamente vestidas, custodiadas por un viejo robusto, cuya cara, yendo todo él envuelto en su manto, no distingo; veo solo su larga barba, más blanca que negra, que se asoma por el manto de color muy oscuro.
Cuando Jesús llega a donde están, ellas lloran más fuertemente y se inclinan profundamente en señal de saludo. Luego, valerosamente, se aproximan. Los soldados quieren hacerlas a un lado con sus astas. Pero la que viene del todo cubierta como musulmana se levanta un instante el velo ante el alférez, que había llegado a caballo para saber por qué se había detenido la marcha. Y el alférez da la orden de dejarla pasar. No puedo ver ni su cara ni su vestido, porque ha apartado el velo con una rapidez sorprendente y el vestido está enteramente oculto bajo un largo y pesado manto que llega hasta los pies, un manto tupido y completamente cerrado por una serie de hebillas. La mano que un instante sale para apartar el velo es blanca y hermosa; y es, junto con los negrísimos ojos la única cosa que se ve de esta alta matrona, que, sin duda, debe ser persona influyente, a juzgar por la forma en que el lugarteniente de Longinos la obedece.
Se acercan a Jesús llorando. Se arrodillan a sus pies, mientras Él se detiene jadeante… Jesús, a pesar de todo, encuentra el modo de sonreír a estas mujeres compasivas y al hombre que las acompaña, el cual se descubre la cara y veo que es Jonatás. Pero a él los soldados no lo dejan pasar; solo a las mujeres. Una es Juana de Cusa, y está más desecha de cuando agonizaba. En su cara blanca como la nieve no se ve otro color que el rojizo producido por las huellas del llanto. Sus dulces negros ojos, tan empañados como están, parecen ahora de un violeta oscurísimo, como ciertas flores. Tiene en su mano una jarra de plata y se la ofrece a Jesús, el cual no la acepta. Pero es que, además, su jadeo es tan fuerte, que ni siquiera podría beber. Con la mano izquierda se seca el sudor y la sangre que le caen en los ojos y que, deslizándose por las mejillas amoratadas y por el cuello (en que se ven las venas hinchadas por el esfuerzo del corazón), empapan todo el pecho. Otra mujer —a su lado tiene a una joven criada— abre un pequeño cofre que ésta lleva en los brazos, y saca un lienzo finísimo, cuadrado, que le ofrece al Redentor: Jesús lo toma. Y, dado que no puede por sí solo con una sola mano, esta compasiva mujer le ayuda a ponérselo en el rostro, con cuidado de no moverle la corona. Y Jesús aplica el fresco lienzo a su pobre faz. Lo mantiene así como si en ello encontrase un gran consuelo.
Luego devuelve el lienzo y dice: "Gracias, Juana, gracias Nique… Sara… Marcela… Elisa… Lidia… Ana… Valeria… y a ti. Pero no lloréis por Mí, hijas de Jerusalén sino por los pecados vuestros y de vuestra ciudad. Da gracias Juana por no tener ya hijos. Mira, es piedad de Dios el no tener hijos para que sufran por esto. Y también tú, Isabel… Mejor, como sucedió que entre los deicidas. Y vosotras… madres… llorad por vuestros hijos porque esta hora no pasará sin castigo. ¡Y qué castigo, si esto es así para el Inocente!. Lloraréis entonces el haber concebido, amamantado y el tener todavía vivos a los hijos. Las madres en aquella hora llorarán, porque en verdad os digo que será afortunado el que en aquella hora caiga primero bajo los escombros. Os bendigo, idos a casa, rogad por Mí. Adiós, Jonatás… llévatelas…". Y en medio de un alto clamor de llanto y de injurias de los judíos, Jesús emprende de nuevo el camino...
escrito por la mística María Valtorta
el Martes 27 de Marzo de 1945
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