El género humano ha experimentado siempre la necesidad de tener sacerdotes, es decir, hombres que por la misión oficial que se les daba, fuesen medianeros entre Dios y los hombres, y consagrados de lleno a esta mediación, hiciesen de ella la ocupación de toda su vida, como diputados para ofrecer a Dios oraciones y sacrificios públicos en nombre de la sociedad; que también, y en cuanto tal, está obligada a dar a Dios culto público y social, a reconocerlo como su Señor Supremo y primer principio; a dirigirse hacia El, como a fin último, a darle gracias, y procurar hacérselo propicio. De hecho, en todos los pueblos cuyos usos y costumbres nos son conocidos, como no se hayan visto obligados por la violencia a oponerse a las más sagradas leyes de la naturaleza humana, hallamos sacerdotes, aunque muchas veces al servicio de falsas divinidades; dondequiera que se profesa una religión, dondequiera que se levantan altares, allí hay también un sacerdocio, rodeado de especiales muestras de honor y de veneración.
El sacerdote, según la magnífica definición que de él da el mismo Pablo, es, sí, un hombre tomado de entre los hombres, pero constituido en bien de los hombres cerca de las cosas de Dios (1), su misión no tiene por objeto las cosas humanas y transitorias, por altas e importantes que parezcan, sino las cosas divinas y eternas; cosas que por ignorancia pueden ser objeto de desprecio y de burla, y hasta pueden a veces ser combatidas con malicia y furor diabólico, como una triste experiencia lo ha demostrado muchas veces y lo sigue demostrando, pero que ocupan siempre el primer lugar en las aspiraciones individuales y sociales de la humanidad, de esta humanidad que irresistiblemente siente en sí cómo ha sido creada para Dios y que no puede descansar sino en Él.
El sacerdote es ministro de Jesucristo; por lo tanto, instrumento en las manos del Redentor divino para continuar Su Obra Redentora en toda su universalidad mundial y eficacia divina para la construcción de esa Obra admirable que transformó el mundo; más aún, el sacerdote, como suele decirse con mucha razón, es verdaderamente otro Cristo, porque continúa en cierto modo al mismo Jesucristo: «Así como el Padre me envió a Mí, así os envío Yo a vosotros» (2), prosiguiendo también como Él en dar, conforme al canto angélico, «gloria a Dios en lo más alto de los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad» (3).
Extractos de la Carta Encíclica "Ad catholici sacerdotii"
del Papa Pío XI, 20 de Diciembre de 1935
NOTAS:
1 Carta de San Pablo a los Hebreos, cap. 5, vers. 1
2 Evangelio de San Juan, cap. 20, vers. 21
3 Evangelio de San Lucas, cap. 2, vers. 14
La presente estampa está ideada para poder ser imprimida a doble cara;
también animamos a su copia y difusión en las redes sociales,
para mayor gloria de Dios y aumento de Sacerdotes Santos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.