Elegida por la Santísima Trinidad para ser la Madre Admirable del Verbo Encarnado, Nuestra Señora es la más perfecta de todas las meras criaturas. Incluso si tuviéramos que considerar, en un solo grupo, las excelencias de los Ángeles, los Santos y los hombres que existieron, existen y existirán hasta el fin del mundo, no tendríamos ni una vaga idea de lo celestiales perfecciones de María, que resplandecieron a los ojos de Dios desde el primer momento de su Inmaculada Concepción.
Para cumplir los designios eternos de la Divina Providencia en cuanto a la Redención de la humanidad, fue necesario que, en un momento determinado, esta exaltada criatura contrajera matrimonio legítimo. Así pudo Ella, sin perjuicio de su reputación, milagrosamente concebir y dar a luz al Hijo del Altísimo.
Ahora bien, entre marido y mujer debe haber cierta proporcionalidad: uno no puede ser demasiado superior al otro. Era necesario, pues, que surgiera un hombre que, por su amor a Dios, por su justicia, pureza, sabiduría, en fin, por todas sus cualidades, fuese igual a aquella augusta esposa. Aún más. También es conveniente que el padre sea proporcional al hijo. Por tanto, era necesario que este mismo hombre, con toda dignidad, cargara con el honor de ser el Padre adoptivo del Verbo hecho carne.
Y hubo un solo hombre creado para esta sublime misión, un hombre cuya alma recibió del Padre Eterno todos los adornos y predicaciones que lo adecuaran enteramente a su vocación. Este hombre, elegido entre todos porque estaba en proporción con Nuestra Señora y Nuestro Señor Jesucristo, era San José.
A él recayó esa gloria, ese pináculo inimaginable de ser Esposo de la Virgen Madre y Padre legal del Niño Jesús. Como legítimo consorte de Nuestra Señora, San José tenía plenos derechos sobre el Fruto de Sus entrañas inmaculadas, aunque este Fruto había sido engendrado por el Espíritu Santo. En otras palabras, fuera de la misma maternidad divina, ¡no se puede concebir una vocación más extraordinaria! Es una grandeza inconcebible.
Pensemos, por ejemplo, en los momentos en que san José llevaba en brazos al Niño Jesús, o en aquellos en los que le veía realizar los actos de la vida común en la santa casa de Nazaret, o incluso en los momentos en que contemplaba Él inmerso en conversaciones con el Padre Eterno…
Consideremos cuán puros debieron ser sus labios y cuán insondable su humildad para conversar con el Divino Infante, responder sus preguntas o darle consejos cuando se los pedían. ¡Un simple ser humano, formado y moldeado por las manos del Creador, enseñando a Dios!
Pensemos también en la relación transmitida de elevación y respeto entre San José y Nuestra Señora, cuando Ella se arrodilló ante él para servirlo. Ve a esa Criatura, que es el Cielo de los Cielos, inclinándose ante él y acepta sus servicios. Por si fuera poco, la Esposa también consulta con él, intercambia opiniones y obedece sus órdenes.
En una palabra, fue el hombre que tuvo la sabiduría y la pureza suficientes para gobernar a Dios ya la Virgen María. ¡ Entonces se comprende cuán inimaginable es la grandeza de San José!
Para trazar el verdadero perfil moral del jefe de la Sagrada Familia, habría que saber interpretar el Rostro Divino de la Sábana Santa de Turín y, a modo de suposición, deducir algo de la personalidad de quien fue el educador de ese rostro que está allí, y el esposo de su Madre.
Casado con el que se llama el “Espejo de la Justicia”, padre adoptivo del “León de Judá”, San José debía ser modelo de fisonomía sapiencial, de castidad y de fortaleza.
Un hombre firme, lleno de inteligencia y discreción, capaz de cuidar el Secreto de Dios. Un alma de fuego, ardiente, contemplativa, pero también impregnada de cariño.
Descendía de la dinastía más augusta que hubo en el mundo, es decir, la de David. Según São Pedro Julião Eymard, Fundador de la Congregación de los Padres Sacramentinos, los judíos reconocieron en São José al hombre con derecho al trono real, si se restablecía la monarquía legítima en Tierra Santa. Este derecho que Nuestro Señor Jesucristo heredó de su padre legal, y por eso fue aclamado como “el hijo de David” cuando entró en Jerusalén. Es decir, no era un descendiente cualquiera del Rey Profeta, sino el primogénito pretendiente al trono. Y San José fue el hombre a través del cual se transfirió esta dignidad al mismo Hijo de Dios.
La Providencia quiso ennoblecer a la clase obrera, haciendo también al padre adoptivo de Jesús un trabajador manual, trabajando como carpintero. De este modo, San José reunió los dos extremos de la escala social en la armonía interior de la santidad y de su persona. Estuvo en su apogeo como príncipe de la Casa de David, pero fue un príncipe empobrecido, que sacó de su trabajo artesanal el sustento de la Sagrada Familia.
Como trabajador, supo ser humilde y respetar debidamente a los que eran superiores a él. Como príncipe, también conoció la misión de la que estaba imbuido, y la cumplió magníficamente, contribuyendo a la conservación, defensa y glorificación terrena de Nuestro Señor Jesucristo. ¡En sus manos el Padre Eterno había confiado este Tesoro, el más grande que haya existido y existirá en la historia del universo! Y tales manos sólo podrían ser las de un auténtico líder y dirigente, un hombre de gran prudencia y profundo discernimiento, así como de elevado afecto, para rodear al humano Hijo de Dios de la necesaria dulzura adoradora y veneradora. Al mismo tiempo, un hombre dispuesto a afrontar, con perspicacia y firmeza, cualquier dificultad que se le presente: sea de carácter espiritual e interior, el héroe de la confianza
Consideremos, por ejemplo, la tremenda prueba que le sobrevino, al comienzo mismo de su matrimonio con María Santísima. En el Antiguo Testamento, la mayor felicidad que podía esperar un judío era contarse entre los antepasados del Mesías. Ante esto, la gran mayoría del pueblo elegido buscaba casarse y tener hijos, y no era raro considerar la esterilidad como un signo de desprecio y reproche.
Pero San José, movido por la gracia, no había querido casarse, para conservar su virginidad. Llevaba su vida apacible de hombre casto y puro, cuando, inesperadamente, recibió un llamado: todos los descendientes directos de David debían presentarse ante una Virgen llamada María, para poder elegirle marido.
Obediente, San José se presenta junto a sus parientes, confiado en la voz de la gracia que le había hecho abrazar la virginidad. En su corazón alimentaba la certeza de que el elegido sería otro.
Como en aquella época se viajaba con el apoyo de un staff, cada uno actuaba con el suyo. El sacerdote encargado de la ceremonia determinó: aquel en cuyo bastón brota una flor, será el elegido para unirse a María.
San José mira su bastón… ¡y ve aparecer una flor en él! Todos sus anhelos de virginidad desaparecieron de repente. ¿Cómo será ahora? Él confía. Es un milagro que lo obliga a casarse con María. Sin embargo, en el fondo de su alma, ¡quiere permanecer virgen! Sereno y valiente, acepta la disposición divina.
Entra en confabulación con la joven y descubre que ella también había hecho voto de virginidad. La dificultad parecía resuelta: ambos permanecerían intactos. ¡Que felicidad! Sus anhelos permanecieron vivos. Con el paso de los días, se da cuenta de la incomparable riqueza de alma de esta Virgen que fue puesta en su hogar. Piensa: “La protegeré magníficamente. Estoy aquí para defenderla en el esplendor de su personalidad contra todo tipo de ataques”.
En cierto momento, sin embargo, sucede lo impensable: se da cuenta de que la Virgen está esperando un Hijo. La perplejidad se instaura en el espíritu de san José. No podía entender lo que estaba pasando, después de tantos milagros... El florecimiento de la vara, el encanto con que los dos se comunicaban su mutuo deseo de perpetua virginidad, la alegría del alma que sentían entonces: “¡Claro! Dios nos ha puesto en el mismo camino. ¡Él prometió y está cumpliendo la promesa!”
Pero ahora, lo incomprensible… San José está pasando por un calvario indecible, y también Nuestra Señora, ya que era plenamente consciente del sufrimiento de su esposo. Angustia tanto más intensa cuanto que sabía que una traición por parte de aquella Virgen incomparable era imposible. Ahora bien, según la ley judía, si una esposa hacía algo malo, el esposo estaba obligado a expulsarla de su hogar.
Pero San José estaba seguro de que María no había cometido ningún pecado. No queriendo tomar una actitud injusta hacia esta Santísima Virgen, y no pudiendo encubrir esa situación desesperada, San José decide dejar inadvertida la casa de Nazaret. Ante el largo viaje que le esperaba, decidió descansar para reponer fuerzas. A la mañana siguiente partiría, llevando simplemente su bastón, algo de comida y la carga de un gran desconocido, más pesado que el Monte Everest: ¿Cómo sucedió esto? ¡Dios mío, Dios mío… confío en tu promesa!
A pesar de su aflicción, su alma estaba tan confiada y tan serena que se durmió. Y mientras dormía, soñaba. En el sueño tuvo esta recompensa: Dios le dijo que ese Niño formado en el claustro virginal de María era el Verbo Encarnado, Hijo del Divino Espíritu Santo.
Cuando San José despertó, la paz reinaba en su alma. Y Nuestra Señora, al ver el rostro luminoso de su esposo, supo que su calvario había terminado. Por ser un héroe de confianza, a San José se le encomendó la más grande y extraordinaria misión que tuvo un hombre en la Tierra. Era el consorte de la Virgen Madre, de Aquella que daría a luz al Hombre-Dios y Redentor del mundo. En esto floreció la promesa de virginidad que se le había hecho. Todo se había logrado más allá de lo inimaginable.
Sin embargo, las dificultades no habían abandonado los caminos por los que caminaría São José. Baste recordar, por ejemplo, las negativas que recibió en las posadas de Belém, cuando buscaba refugio para la Virgen, a las puertas del nacimiento del Niño-Dios. O la huida a Egipto.
“Huida a Egipto”… Cuatro palabras que a nosotros, hombres del siglo XX, nos parecen banales: tomar un avión y en poco tiempo ir de Jerusalén a Egipto. No fue así en la época en que San José, al recibir la advertencia de que el cruel Herodes pretendía matar al recién nacido Rey de los judíos, se vio obligado a tomar a la Madre y al Niño y con ellos partir hacia la tierra de los faraones.
Un viaje incierto y largo por desiertos donde se escondían todo tipo de peligros: desde bestias hambrientas hasta ladrones y salteadores, capaces no solo de robar y matar, sino también de llevar cautivos a los viajeros para venderlos en los mercados de esclavos. Y San José, con su corazón de fuego, su previsión y su fuerza varonil, afrontó todos estos obstáculos, llevando a Nuestra Señora sobre un burro y, en su regazo, al Niño Jesús, el Dios que quiso ser débil en brazos y manos de los glorioso Patriarca.
Es costumbre apreciar y alabar con razón la vocación de Godofredo de Bouillon, el guerrero victorioso que, en la Primera Cruzada, comandó las tropas católicas en el nacido Rey de los judíos, se vio obligado a llevarse a la Madre y al Niño y con ellos a ir a la tierra de los faraones.
Un viaje incierto y largo por desiertos donde se escondían todo tipo de peligros: desde bestias hambrientas hasta ladrones y salteadores, capaces no solo de robar y matar, sino también de llevar cautivos a los viajeros para venderlos en los mercados de esclavos. Y San José, con su corazón de fuego, su previsión y su fuerza varonil, afrontó todos estos obstáculos, llevando a Nuestra Señora sobre un burro y, en su regazo, al Niño Jesús, el Dios que quiso ser débil en brazos y manos de los Patriarca glorioso.
Es costumbre apreciar y alabar con razón la vocación de Geoffrey de Bouillon, el guerrero victorioso que, en la Primera Cruzada, comandó las tropas católicas en la conquista de Jerusalén. ¡Es una hermosa hazaña! Es el cruzado por excelencia.
Junto a todas las glorias que le han correspondido, San José recibió, en esta tierra, un premio inestimable: es el patrono de una buena muerte. En efecto, se diría que tuvo un fallecimiento que causaría envidia, ya que murió entre los brazos de Nuestra Señora y los de Nuestro Señor, quienes lo rodearon con todo el cariño y consuelo en su última hora. No se puede imaginar una muerte más perfecta, con Ellos allí, físicamente presentes. Por un lado, Nuestro Señor colmó de gracias cada vez mayores a su padre adoptivo, mientras el alma de San José continuaba santificándose en los últimos trances de la agonía. Nuestra Señora, en cambio, le sonrió respetuosamente y trató de aumentar su confianza:
- ¡Mi esposo! Recuerda que todo llegará a pasar. ¡Coraje! ¡vamos adelante!
En un momento, San José da su último aliento y el Limbo se abre a su alma. Allí permanecería hasta el momento, bendito entre todos, en que el Alma Santísima de Jesús, que había muerto crucificado, descendiera al encuentro de los elegidos, para poner fin gozoso a su gran espera. Algunos, Adán y Eva, por ejemplo, habían estado allí desde los albores de la humanidad, esperando durante milenios al Redentor que los conduciría a la Bienaventuranza eterna.
Y vino el Mesías. Bien podemos imaginar que toda la cohorte del Limbo se reunió en torno a São José para recibir al Salvador. Y que éste, en cuanto se mostró allí, resplandeciente de gloria, habiendo perdonado y redimido al género humano, se manifestó de manera especial a San José, como exclamando: “¡Oh! ¡Mi padre!"
Fue la culminación del cumplimiento de todas las promesas, el cumplimiento perfecto de una vocación que pasó por indecibles perplejidades y glorias incomparables. Y San José, Esposo de la Virgen María, Padre adoptivo de Jesús, declarado Patrono de la Iglesia, ocupa un lugar tan eminente en el Cielo que recibe el culto de la protodulía. Es decir, por debajo de Nuestra Señora, que merece la devoción de la hiperdulía, es el primero en ser venerado en la extensa Jerarquía de los Santos. Gran recompensa a la que tenía derecho este hombre que practicó en alto grado la virtud de la confianza.
Plinio Correa de Oliveira
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