domingo, 6 de agosto de 2023

LA TRANSFIGURACIÓN DE NUESTRO SEÑOR, según los escritos de la mística María Valtorta

  


               Estoy con mi Jesús sobre un monte alto. Con Jesús están Pedro, Santiago y Juan. Siguen subiendo. La mirada alcanza los horizontes; es un sereno día que hace que aun las cosas lejanas se distingan bien.

               El monte no forma parte de algún sistema montañoso como el de Judea. Se yergue solitario. Teniendo en cuenta el lugar donde se encuentra, tiene ante sí el oriente, el norte a la izquierda, a la derecha el sur y a sus espaldas el oeste y la cima que se yergue todavía a unos cuantos centenares de pasos.

               Es muy elevado. Uno puede ver hasta muy lejos. El lago de Genesaret parece un trozo de cielo caído para engastarse entre el verdor de la tierra, una turquesa oval encerrada entre esmeraldas de diversa claridad, un espejo que tiembla, que se encrespa un poco al contacto de un ligero viento por el que se resbalan con agilidad de gaviotas, las barcas con sus velas desplegadas, un tantín encorvadas hacia las azulejas ondas, con esa gracia con que el halcón hiende los aires, cuando va de picada en pos de su presa. De esa vasta turquesa sale una vena, de un azul más pálido, allá donde el arenal es más ancho, y más oscuro allá donde las riberas se estrechan, el agua es más profunda y cobriza por la sombra que proyectan los árboles que robustos crecen cerca del río, que se alimentan de sus aguas. El Jordán parece una pincelada casi rectilínea en la verde llanura. Hay poblados sembrados acá y allá del río. Algunos no son más que un puñado de casa, otros más grandes, casi como ciudades. Los caminos principales no son más que líneas amarillentas entre el verdor. Aquí, dada la situación del monte, la llanura está más cultivada y es más fértil, muy bella. Se distinguen los diversos cultivos con sus diversos colores que ríen al sol que desciende de un firmamento muy azul.

               Debe ser Primavera, tal vez Marzo, si calculo bien la latitud de Palestina, porque veo que el trigo está ya crecido, todavía verde, que ondea como un mar, veo los penacho de los árboles más precoces con sus frutos en sus extremidades como nubecillas blancas y rosadas en este pequeño mar vegetal, luego prados todos en flor debido al heno por donde las ovejas van comiendo su cotidiano alimento.

               Junto al monte, en las colinas que le sirven como de base, colinas bajas, cortas, hay dos ciudades, una al Sur, y otra al Norte.

               Después de un breve reposo bajo el fresco de un grupo de árboles, por compasión a Pedro a quien las subidas cuestan mucho, se prosigue la marcha. Llegan casi hasta la cresta, donde hay una llanura de hierba en que hay un semicírculo de árboles hacia la orilla.

              "¡Descansad, amigos! Voy allí a orar". Y señala con la mano una gran roca, que sobresale del monte y que se encuentra no hacia la orilla, sino hacia el interior, hacia la cresta.

               Jesús se arrodilla sobre la tierra cubierta de hierba y apoya las manos y la cabeza sobre la roca, en la misma posición que tendrá en el Getsemaní. No le llega el sol porque lo impide la cresta, pero lo demás está bañado de Él, hasta la sombra que proyectan los árboles donde se han sentado los Apóstoles.

               Pedro se quita las sandalias, les quita el polvo y piedrecillas, y se queda así, descalzo, con los pies entre la hierba fresca, como estirado, con la cabeza sobre un montón de hierba que le sirve de almohada.

               Lo imita Santiago, pero para estar más cómodo busca un tronco de árbol sobre el que pone su manto y sobre él la cabeza.

               Juan se queda sentado mirando al Maestro, pero la tranquilidad del lugar, el suave viento, el silencio, el cansancio lo vencen. Baja la cabeza sobre el pecho, cierra sus ojos. Ninguno de los tres duerme profundamente. Se ha apoderado de ellos esa somnolencia de verano que atonta solamente.

               De pronto los sacude una luminosidad tan viva que anula la del sol, que se esparce, que penetra hasta bajo lo verde de los matorrales y árboles, donde están.

               Abren los ojos sorprendidos y ven a Jesús transfigurado. Es ahora tal y cual como lo veo en las visiones del Paraíso. Naturalmente sin las llagas o sin la señal de la Cruz, pero la majestad de Su Rostro, de Su Cuerpo es igual, igual por la luminosidad, igual por el vestido que de un color rojo oscuro se ha cambiado en un tejido de diamantes, de perlas, en vestido inmaterial, cual lo tiene en el Cielo. Su Rostro es un sol clarísimo, en el que resplandecen Sus ojos de zafiro. Parece todavía más alto, como si Su glorificación hubiese cambiado Su estatura. No sabría decir si la luminosidad, que hace hasta fosforescente la llanura, provenga toda de Él o si sobre la Suya propia está mezclada la luz que hay en el Universo y en los Cielos. Sólo sé que es una cosa indescriptible.

               Jesús está de pie, más bien, como si estuviera levantado sobre la tierra, porque entre Él y el verdor del prado hay como un río de luz, un espacio que produce una luz sobre la que Él esté parado. Pero es tan fuerte que puedo casi decir que el verdor desaparece bajo las plantas de Jesús. Es de un color blanco, incandescente. Jesús está con Su Rostro levantado al Cielo y sonríe a lo que tiene ante Sí.

              Los Apóstoles se sienten presa de miedo, lo llaman, porque les parece que no es más su Maestro. "¡Maestro, Maestro!" lo llaman con ansia.

               Él no oye.

               "Está en éxtasis" dice Pedro tembloroso. "¿Qué estará viendo?"

               Los tres se han puesto de pie, quieren acercarse a Jesús, pero no se atreven.

               La luz aumenta mucho más por dos llamas que bajan del Cielo y se ponen al lado de Jesús. Cuando están ya sobre el verdor, se descorre su velo y aparecen dos majestuosos y luminosos personajes. Uno es más anciano, de mirada penetrante, severa, de larga barba partida en dos. De su frente salen cuernos de luz, que me lo señalan como a Moisés. El otro es más joven, delgado, barbudo y velloso, algo así como el Bautista, al que se parece por su estatura, delgadez, formación corporal y severidad. Mientras la luz de Moisés es blanca como la de Jesús, sobre todo en los rayos que brotan de la frente, la que emana de Elías, es solar, de llama viva.

               Los dos Profetas asumen una actitud de reverencia ante su Dios encarnado y si les habla con familiaridad, ellos no pierden su actitud reverente. No comprendo ni una de las palabras que dicen.

               Los tres Apóstoles caen de rodillas, con la cara entre las manos. Quieren ver, pero tienen miedo. Finalmente Pedro habla: "¡Maestro! ¡Maestro, óyeme!" Jesús vuelve Su mirada con una sonrisa. Pedro toma ánimos y dice: "¡Es bello estar aquí Contigo, con Moisés y Elías! Si quieres haremos tres tiendas, para Ti, para Moisés y para Elías, ¡nos quedaremos aquí a servirte!…"

               Jesús lo mira una vez más y sonríe vivamente. Mira también a Juan y a Santiago, una mirada que los envuelve amorosamente. También Moisés y Elías miran fijamente a los tres. Sus ojos brillan, deben ser como rayos que atraviesan los corazones.

               Los Apóstoles no se atreven a añadir una palabra más. Atemorizados, callan. Parece como si estuvieran un poco ebrios, pero cuando un velo que no es neblina, que no es nube, que no es rayo, envuelve y separa a los tres gloriosos detrás de un resplandor mucho más vivo, los esconde a la mirada de los tres, una voz poderosa,  armoniosa vibra, llena el espacio. Los tres caen con la cara sobre la hierba.



               "Este es Mi Hijo amado, en quien encuentro Mis complacencias. ¡Escuchadlo!"

               Pedro cuando se ha echado por tierra exclama: "¡Misericordia de mí que soy un pecador! Es la Gloria de Dios que desciende". Santiago no dice nada. Juan murmura algo, como si estuviese próximo a desvanecerse: "¡El Señor ha hablado!".

               Nadie se atreve a levantar la cabeza aun cuando el silencio es absoluto. No ven por esto que la luz solar ha vuelto a su estado, que Jesús está solo y que ha tornado a ser el Jesús con Su vestido rojo oscuro. Se dirige a ellos sonriente. Los toca, los mueve, los llama por su nombre.

               "Levantaos. Soy Yo. No tengáis miedo" dice, porque los tres no se han atrevido a levantar su cara e invocan misericordia sobre sus pecados, temiendo que sea el Ángel de Dios que quiere presentarlos ante el Altísimo.

               "¡Levantaos, pues! ¡Os lo ordeno!" repite Jesús con imperio. Levantan la cara y ven a Jesús que sonríe.

               "¡Oh, Maestro! ¡Dios mío!" exclama Pedro. "¿Cómo vamos a hacer para tenerte a nuestro lado, ahora que hemos visto Tu Gloria? ¿Cómo haremos para vivir entre los hombres, nosotros, hombres pecadores, que hemos oído la Voz de Dios?".

               "Debéis vivir a Mi lado, ver Mi Gloria hasta el fin. Haceos dignos porque el tiempo está cercano. Obedeced al Padre Mío y vuestro. Volvamos ahora entre los hombres porque he venido para estar entre ellos y para llevarlos a Dios. Vamos. Sed santos, fuertes, fieles por recuerdo de esta hora. Tendréis parte en Mi completa Gloria, pero no habléis nada de esto, a nadie, ni a los compañeros. Cuando el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los muertos y vuelto a la Gloria del Padre, entonces hablaréis, porque entonces será necesario creer para tener parte en Mi Reino".


Nuestro Señor a la mística María Valtorta, 5 de Agosto de 1944




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