domingo, 14 de agosto de 2022

EL TRÁNSITO DE LA VIRGEN MARÍA, QUE MURIÓ DE AMOR

  

              Corriendo el curso de los tres últimos años de la vida de Nuestra Señora, ordenó el Poder Divino con una oculta y suave fuerza que todo el resto de la naturaleza comenzara a sentir el llanto y prevenir el luto para la muerte de la que con Su vida daba hermosura y perfección a todo lo criado. 



              Los Apóstoles, aunque estaban derramados por el mundo, comenzaron a sentir un nuevo cuidado que les llevaba la atención, con recelos de cuándo les faltaría su Maestra; porque ya les dictaba la Divina y oculta Luz que no se podía dilatar mucho este plazo inevitable. Los otros fieles moradores de Jerusalén y vecinos de Palestina reconocían en sí mismos como un secreto aviso de que su tesoro y alegría no sería para largo tiempo. 

               Los cielos, astros y planetas perdieron mucho de su hermosura y alegría, como lo pierde el día cuando se acerca la noche. Las aves del cielo hicieron singular demostración de tristeza en los dos últimos años; porque gran multitud de ellas acudían de ordinario donde estaba María, y rodeando su oratorio con extraordinarios vuelos y meneos, formaban en lugar de cánticos diversas voces tristes. De esta maravilla fue testigo muchas veces San Juan. Y pocos días antes del Tránsito de la Divina Madre concurrieron a ella innumerables avecillas, postrando sus cabecitas y picos por el suelo, y rompiendo sus pechos con gemidos, como quien dolorosamente se despedía para siempre. 

               Y puestos en su presencia, la Virgen Santísima comenzó a despedirse de ellos, hablando a todos los Apóstoles singularmente y algunos Discípulos, y después a los demás circunstantes juntos, que eran muchos.

               Sus palabras como flechas de divino fuego penetraron los corazones de los presentes y rompiendo todos en arroyos de lágrimas y dolor irreparable se postraron en tierra. Después de un intervalo, les pidió que con Ella y por Ella orasen todos en silencio, y así lo hicieron. En esta quietud sosegada descendió del Cielo el Verbo Humanado y se llenó de gloria la casa del Cenáculo. María Santísima adoró al Señor, quien le ofreció llevarla a la gloria sin pasar por la muerte.

              Se postró la prudentísima Madre ante su Hijo y con alegre semblante le dijo: Hijo y Señor mío, yo os suplico que vuestra Madre y Sierva entre en la Eterna Vida por la puerta común de la muerte natural, como los demás hijos de Adán. Vos que sois Mi verdadero Dios, la padecisteis sin tener obligación a morir; justo es que como Yo he procurado seguiros en la vida os acompañe también en morir.

               Entonces se reclinó María Santísima sobre Su lecho, con las manos juntas y los ojos fijos en Su Divino Hijo. Y cuando los Ángeles cantaban: “Levántate, apresúrate , amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven que ya pasó el invierno...” (Cantar de los Cantares, cap. 2, vers. 10), en estas palabras pronunció Ella las que Su Hijo Santísimo en la Cruz: “En Tus manos Señor, encomiendo mi espíritu” (Evangelio de San Lucas, cap. 23, vers. 46). Cerró los virginales ojos y expiró. La enfermedad que le quitó la vida fue el Amor. 

               Pasó aquella Purísima Alma desde Su virginal Cuerpo a la diestra de Su Hijo Santísimo, donde en un instante fue colocada con inmensa gloria. Y luego se comenzó a sentir que la música de los Ángeles se alejaba, porque toda aquella procesión se encaminó al Cielo empíreo. El sagrado cuerpo de María Santísima, que había sido Templo y Sagrario de Dios vivo, quedó lleno de luz y resplandor y despidiendo de sí tan admirable y nueva fragancia que todos los circunstantes quedaron llenos de suavidad interior y exterior. 

               Los Apóstoles y Discípulos, entre lágrimas de dolor y júbilo de las maravillas que veían, quedaron como absortos por algún espacio. Sucedió este glorioso tránsito un Viernes a las tres de la tarde, a la misma hora que el de Su Hijo Santísimo, a los trece días del mes de Agosto y a los setenta años de edad, menos algunos días.

              Del cenáculo partió el solemne cortejo al cual acudieron casi todos los moradores de Jerusalén. Junto a éste había otro invisible de los Cortesanos del Cielo. Descendieron varias legiones de Ángeles con los Antiguos Padres y Profetas, especialmente San Joaquín, Santa Ana, San José, Santa Isabel y el Bautista, con otros muchos Santos que desde el Cielo envió Nuestro Salvador Jesús para que asistiesen a las exequias y entierro de Su Beatísima Madre.


La Mística Ciudad de Dios
Venerable Sor María de Jesús de Ágreda




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