Es posible que no hayamos arrojado a Nuestro Señor de nuestra alma. Pero, ¿cómo tratamos a este Divino Huésped? ¿Es Él el objeto de todas las atenciones, el centro de nuestra vida intelectual, moral y afectiva? ¿O, simplemente, existe para Él un pequeño espacio donde se lo tolera, como huésped secundario, aburrido, un tanto inoportuno?
Cuando el Divino Maestro gimió, lloró, sudó sangre durante la Pasión no lo atormentaban apenas los dolores físicos, ni sólo los sufrimientos ocasionados por el odio de los que en aquel momento lo perseguían. También lo atormentaba todo cuanto contra Él y la Iglesia haríamos en los siglos venideros. Lloró por el odio de todos los malos, de todos los Arrios, Nestorios, Luteros, pero lloró también porque veía delante de sí al cortejo interminable de las almas tibias, de las almas indiferentes, que sin perseguirlo no lo amaban como debían.
Es la falange incontable de los que pasaron la vida sin odio y sin amor, los cuales –según Dante– quedaban fuera del Infierno, porque ni en el infierno había un lugar adecuado para ellos.
¿Estamos nosotros en este cortejo?
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