María es infinitamente inferior a Su Hijo, que es Dios. Y por ello no le manda, como haría una madre a su hijo aquí abajo, que es inferior a ella. María, toda transformada en Dios por la gracia y la gloria –que transforma en Él a todos los Santos–, no pide, quiere, ni hace nada que sea contrario a la eterna e inmutable Voluntad de Dios.
Por tanto, cuando leemos en San Bernardo, San Buenaventura, San Bernardino y otros que en el Cielo y en la tierra todo –inclusive el mismo Dios– está sometido a la Santísima Virgen, quieren decir que la Autoridad que Dios le confiere es tan grande que parece como si tuviera el mismo Poder que Dios, y que sus plegarias y súplicas son tan poderosas ante Dios, que valen como mandatos ante la Divina Majestad. La cual no desoye jamás las súplicas de Su querida Madre, porque son siempre humildes y conformes con la Voluntad Divina.
Si Moisés, con la fuerza de su plegaria, contuvo la Cólera divina contra los israelitas en forma tan eficaz que el Señor, Altísimo e infinitamente Misericordioso, no pudiendo resistirle, le pidió que le dejase encolerizarse y castigar a ese pueblo rebelde (Ver Libro del Éxodo, cap. 32, vers. 10), ¿qué debemos pensar –con mayor razón– de los ruegos de la humilde María, la digna Madre de Dios, que son más poderosos delante de Su Majestad que las súplicas e intercesiones de todos los Ángeles y Santos del Cielo y de la tierra?
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