La Cruz es el símbolo de la Pasión de Cristo, de todo sufrimiento que el Católico carga en esta vida, con el cual él abre para sí, en unión con el Redentor, las puertas de los Cielos.
El camino de la Cruz es duro. El camino del Cielo es el camino de la Cruz. ¡Y la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo es dura!. Debemos amarla por ser dura. Porque Nuestro Señor quiso cargar una Cruz dura, es también dura la Cruz que debemos cargar. ¡Solo tiene valor quien ama la Cruz!
Cada uno de nosotros nació para cargar una Cruz; nació para pasar por un Huerto de los Olivos; nació para beber un cáliz; nació para tener sus horas de agonía, en las que dice a Dios Nuestro Señor: "Padre mío, si es posible apartad de mí este cáliz, pero hágase Vuestra Voluntad y no la mía..."
Quien tiene horror al sufrimiento, al espíritu sin mortificación, no es capaz de tener sabiduría. Puede participar de un curso sobre la sabiduría, hacer lo que quiera, no sirve. Sin el amor al sufrimiento no se adquiere la verdadera sabiduría. Voy a decir más: toda forma de adquisición intelectual.
La manera de conseguir que las almas cerradas se abran es a través de la oración, del sacrificio y del dolor que la Providencia dispone que padezcamos durante la vida. Los que cargan la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo con amor, comprendiendo que con ello están cumpliendo con Su Divina y superior Voluntad, se constituyen en factores decisivos en la Historia y llevan a cabo las grandes obras de Dios.
En mis momentos de aridez, probación, de certeza, ¿recuerdo que soy uno de los pocos que están de pie junto a la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, para consolarlo en esa trágica hora?
¡Oh Cristo Rey, qué verdad es consideraros en la Cruz como un Rey!. Pero cómo es cierto que ningún símbolo expresa mejor la autenticidad de esa realeza como la realidad histórica de vuestra desnudez, de vuestra miseria, de vuestra aparente derrota.
Todas las revelaciones particulares fidedignas sobre la Pasión nos narran que la hora más lúgubre no fue aquella en que Nuestro Señor expiró, sino cuando, después de colocar su sagrado Cuerpo en la sepultura, la Madre Dolorosa no tuvo ni siquiera la amarguísima consolación de reconocer los trazos mortales que le harían recordar a su Divino Hijo y, dirigiéndose hacia el Cenáculo, atravesó las horas amargas de su soledad.
Imaginemos la escena: el buen ladrón al lado de Nuestro Señor contorciéndose de dolor; un bandido que, tocado por la gracia, estaba arrepentido y, en medio de sus sufrimientos pensaba: "Yo aquí, en medio de mi dolor y viendo el dolor de Él, ¡me siento más feliz que en cualquier otro momento de mi vida! La muerte se me aproxima con sus pesados pasos y terribles garras, pero Él me mira con amor y restituye Su amistad conmigo. Si yo pudiera quedar clavado eternamente en esta Cruz, sufriendo como estoy, pero mirándolo ¡ah, qué bueno sería!. Solo soy algo porque Él me mira y yo lo miro. No quiero dejar de mirarlo nunca más..."
Oh Divino Corazón, perforado por una lanza para expiar nuestros pecados, dame la gracias de amar la Cruz, la seriedad, la confianza y la pureza. María, Medianera de todas las gracias, presenta a Tu Hijo esta súplica mía. Amén.
Doctor Plinio Corrêa de Oliveira
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