Francisco Palau y Quer nació en Aitona, Lérida, el 29 de Diciembre de 1811, en una familia tan humilde como Cristiana. Pasó por el Seminario Diocesano de Lérida, para luego unirse a la Orden de los Carmelitas Descalzos, donde recibió el Santo Hábito en 1832. Sin embargo, en el contexto de los motines anticlericales de 1835, tuvo que exiliarse de España, después que su convento fuese incendiado; pasó entonces 11 largos años de exilio en Francia.
A su vuelta a España, se dedicó a dar clases de catequesis a obreros en la Parroquia de San Agustín de Barcelona. Sin embargo, esto no gustó a algunas autoridades ni a algunos sectores de la iglesia, que veían en las acciones del Padre Palau el hostigamiento de la revolución obrera. Clausurada la Parroquia al Padre Palau se le desterró a Ibiza, donde permaneció seis años.
Encontró un islote cerca de Ibiza, Es Vedrá, donde se retiraba temporadas para orar más intensamente y discernir la Voluntad de Dios sobre su vida.
En 1860-1861 reorganizó a los ermitaños de San Honorato de Randa en Mallorca e inició la fundación de una nueva familia Carmelitana: la Congregación de Hermanos y Hermanas Terciarios Carmelitas. También en esta época comenzó a escribir "Mis Relaciones con la Iglesia", una especie de diario autobiográfico en cuyas páginas transmitió su experiencia sobre el Misterio de la Iglesia, concebida como Dios y los prójimos.
En 1867 se le concedió autorización y nombramiento como Fundador y Director de los Carmelitas Terciarios de España. Un año después, en 1868, inició en Barcelona la publicación semanal "El Ermitaño". También ejerció como exorcista, llegando a concebir el proyecto de crear una Orden de exorcistas y presentó al Concilio Vaticano I un amplio escrito sobre este tema, entregando un ejemplar a cada uno de los Padres Conciliares de lengua española.
El 10 de Marzo de 1872, procedente del pueblo de Calasanz donde atendió a los epidémicos, llegó a Tarragona y de inmediato fue atendido por sus dirigidas hasta su fallecimiento, el Miércoles 20 de Marzo de 1872. Fue asistido en su último trance por sus religiosas, por el hermano José de Santa Teresa Padró Canudas y por el carmelita descalzo Juan de Santo Tomás de Aquino Nogués, que fue su sucesor en la Dirección de la Congregación por nombramiento de los Superiores de la Orden.
"Cuando hice mi Profesión Religiosa la Revolución tenía ya en su mano la tea incendiaria para abrasar todos los establecimientos religiosos y el temible puñal para asesinar a los individuos refugiados en ellos. No ignoraba yo el peligro apremiante a que me exponía, ni las reglas de previsión para sustraerme a él; me comprometí, sin embargo, con votos solemnes a un estado, cuyas Reglas creía poder de practicar hasta la muerte, independiente de todo humano acontecimiento.
Para vivir en el Carmen sólo necesitaba de una cosa que es la vocación; muy persuadido estaba de ello, como lo estoy también todavía, de que para vivir como anacoreta, solitario o ermitaño, no necesitaba de edificios que presto iban a desplomarse; ni me eran indispensables las montañas de España, pues creía hallar en toda la extensión de la tierra bastantes grutas y cavernas para fijar en ellas mi morada.
De ningún modo temía que las revueltas políticas de la sociedad me hubieran podido ser obstáculo para el cumplimiento de mis votos, ni por otra parte podía dudar tampoco de que el estado religioso dejara de ser reconocido por la Iglesia Universal y por consiguiente por todos sus miembros.
Con estas consideraciones ni un momento vacilé en contraer obligaciones que estaba bien persuadido podría cumplir fielmente hasta la muerte; si por un instante hubiera yo dudado sobre un punto tan esencial para abrazar mi estado, oh, ¡no! ¡Ciertamente! no sería ahora yo religioso, pues hubiera seguido otro género de vida; y hasta cuando mis Superiores me anunciaron que debía ordenarme, jamás me parece aceptara el Sacerdocio si me hubieran asegurado que en caso de verme obligado a salir del Convento debería vivir como Sacerdote secular, pues a mi parecer nunca sentí esta vocación, y si consentí en ser Sacerdote fue bajo la firme persuasión de que esta dignidad en modo alguno no me alejaría de mi Profesión Religiosa.
Cuando los revolucionarios españoles vinieron puñal en mano para asesinarnos en nuestros mismos conventos, no por eso me asusté; y una vez salvado por la protectora Mano de la Providencia me conformé lo mejor que pude con las Reglas de mi Profesión Religiosa.
Habiéndome la Iglesia por Ministerio de uno de sus Pastores impuesto las manos sobre mi cabeza, el Espíritu del Señor, que vivifica ese cuerpo moral, me mudó en otro hombre, a saber en uno de Sus Ministros, en uno de Sus representantes sobre el Altar, en Sacerdote del Altísimo.
Cuando con el incensario en la mano por vez primera subí las gradas del Altar, para ofrecer a Dios el perfume de las plegarias del pueblo, mi patria era un cementerio cubierto de esqueletos. Por mi Ministerio estaba yo, como Ministro del Altar, como Sacerdote, comprometido a luchar con el Ángel vengador que había manchado su espada con la sangre de mis conciudadanos y de mis hermanos los Ministros del Santuario.
No podía yo presentarme en el campo de batalla sin armas, pero las de hierro y acero me eran completamente inútiles, ya que mi combate iba dirigido no contra la carne y la sangre sino contra las Potestades, los Príncipes y Directores de las Tinieblas de este mundo; tomé, pues, del arsenal del Templo del Señor una armadura del todo espiritual, como son la Cruz, el saco y el cilicio, la penitencia y la pobreza, juntamente con la plegaria y la predicación del Evangelio.
En esta lucha me limitaba al principio a sostener la causa de mis conciudadanos y de mis cohermanos, pero vomitado por la Revolución al otro lado de Los Pirineos, y habiéndome apercibido en mi destierro de que esta misma espada, que tan espantosa carnicería hacía en España, amenazaba igualmente a las demás naciones en que se profesaba la Religión Católica, decidíme desde entonces a fijar mi residencia en los más desiertos, salvajes y solitarios lugares, para contemplar con menos ocasión de distracciones los designios de la Divina Providencia sobre la Sociedad y sobre la Iglesia.
Al modo que una parroquia necesita un Sacerdote que la represente en el Altar, de modo semejante la masa enorme de la sociedad humana que existe sobre la tierra, no siendo ante Dios más que un reducido pueblo, necesita de un Sacerdote que le represente ante Su Trono. Bajo esta consideración, como Sacerdote de la Iglesia Católica, Apostólica, Romana, como uno de sus representantes delante del Altar y como uno de sus enviados ante el Trono de Nuestro Señor Jesucristo y de Su Padre, la defensa de su causa ha sido y todavía es el solo objeto que he tenido ante mis ojos en la soledad.
No habiéndome este objeto permitido tomar parte alguna en los particulares intereses de una nación sino en cuanto que estaban vinculados con los de la Iglesia Universal por otra parte, el lugar de mi destierro me ha librado de caer en esta tentación peligrosa. No me avergüenzo, por tanto, de confesar a todos los que atacan mi género de vida como una escandalosa execración, que he entrado en las grutas y cavernas de las peñas, y en las grietas de los peñascos, para buscar el profundo silencio que reina en las entrañas de la tierra, pues, sepultando mi vida en esos lúgubres lugares hallaba mi espíritu menos ocasión de distraerse que viviendo sobre la faz de la tierra.
Dentro de esos lúgubres y tristes cavernas no percibía el fragor del trueno amenazando y derribando el orgullo de los cedros, ni la impetuosidad de los vientos azotando las cordilleras de las montañas, como tampoco llegaba ahí el murmullo de las aguas precipitándose sobre las rocas, pues que hasta el canto de los pájaros igual que el aullido de las bestias de la selva y los silbidos de los pastores, todo quedaba ahogado en el umbral de mi absoluto retiro.
Alejado de las poblaciones ni el ruido de los vehículos, ni los gritos de los muchachos llamando a sus compañeros para sus juegos y diversiones, ni el sonido de las campanas, ni el clamor de los vendedores y compradores, ni el ajetreo de los artesanos, nada de todo esto cautivaba mi atención. He preferido esta mi espantosa soledad a todo otro lugar para mis ejercicios y he ahí los motivos..."
por el Padre Francisco Palau y Quer
El islote de Es Vedrà se encuentra a poco más de una milla de la costa de Ibiza; tiene 385 metros de altura y forma parte, junto al vecino islote de Es Vedranell, del Parque Natural de Cala d’Hort.
La cueva que habitó el Padre Palau está orientada al mediodía, ocupa el mismo centro y lo más alto del anfiteatro que forman, como las jorobas de un camello, las dos crestas del islote.
En una mínima terraza, encontramos la boca de la gruta, una hendidura triangular en la piedra de 11 metros de altura y 3 metros de vano en su base, que penetra la montaña 4 metros por un estrecho pasaje hasta un desnivel que desemboca en el reducido habitáculo que fue celda y que, al fondo, tiene una pequeña recámara de techo bajo que pudo servirle para descansar.
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