miércoles, 8 de febrero de 2023

SUBIDA AL MONTE CARMELO, por San Juan de la Cruz, Doctor de la Iglesia. Parte IX

  

CAPÍTULO 8. En que se trata cómo los apetitos oscurecen y ciegan al alma. 



               Lo tercero que hacen en el alma los apetitos es que la ciegan y oscurecen. Así como los vapores oscurecen el aire y no le dejan lucir el sol claro; como el espejo tomado del paño no puede recibir serenamente en sí el rostro; o como (en) el agua envuelta en cieno, no se divisa bien la cara del que en ella se mira; así, el alma que de los apetitos está tomada, según el entendimiento está entenebrecida, y no da lugar para que ni el sol de la razón natural ni el de la Sabiduría de Dios sobrenatural la embistan e ilustren de claro. Y así dice David (Sal. 39,13), hablando a este propósito: Comprehenderunt me iniquitates meae, et non potui, ut viderem, que quiere decir: Mis maldades me comprehendieron, y no pude tener poder para ver.

               Y en eso mismo que se oscurece según el entendimiento, se entorpece también según la voluntad, y según la memoria se enrudece y desordena en su debida operación. Porque, como estas potencias, según sus operaciones, dependen del entendimiento, estando el impedido, claro está lo han ellas de estar desordenadas y turbadas. Y así dice David (Sal. 6, 4): Anima mea turbata est valde, esto es: Mi ánima está muy turbada; que es tanto como decir: desordenada en sus potencias. Porque, como decimos, ni el entendimiento tiene capacidad para recibir la ilustración de la Sabiduría de Dios, como tampoco la tiene el aire tenebroso para recibir la del sol, ni la voluntad tiene habilidad para abrazar en sí a Dios en puro amor, como tampoco la tiene el espejo que está tomado de vaho para representar claro en sí el rostro presente, y menos la tiene la memoria que está ofuscada con las tinieblas del apetito para informarse con serenidad de la imagen de Dios, como tampoco el agua turbia puede mostrar claro el rostro del que se mira.

               Ciega y oscurece el apetito al alma, porque el apetito en cuanto apetito, ciego es; porque, de suyo, ningún entendimiento tiene en sí, porque la razón es siempre su mozo de ciego. Y de aquí es que todas las veces que el alma se guía por su apetito, se ciega, pues es guiarse el que ve por el que no ve, lo cual es como ser entrambos ciegos. Y lo que de ahí se sigue es lo que dice Nuestro Señor por san Mateo (15, 14): Si caecus caeco ducatum praestet, ambo in foveam cadunt; si el ciego guía al ciego, entrambos caerán en la hoya. Poco le sirven los ojos a la mariposilla, pues que el apetito de la hermosura de la luz la lleva encandilada a la hoguera. Y así podemos decir que el que se ceba de apetito es como el pez encandilado, al cual aquella luz antes le sirve de tinieblas para que no vea los daños que los pescadores le aparejan. Lo cual da muy bien a entender el mismo David (Sal. 57, 9), diciendo de los semejantes: Supercecidit ignis, et non viderunt solem; que quiere decir: Sobrevínoles el fuego que calienta con su calor y encandila con su luz. Y eso hace el apetito en el alma, que enciende la concupiscencia y encandila al entendimiento de manera que no pueda ver su luz. Porque la causa del encandilamiento es que, como pone otra luz diferente delante de la vista, ciégase la potencia visiva en aquella que está entrepuesta y no ve la otra; y como el apetito se le pone al alma tan cerca, que está en la misma alma, tropieza en esta luz primera y cebase en ella, y así no la deja ver su luz de claro entendimiento, ni la verá hasta que se quite de en medio el encandilamiento del apetito.

               Por lo cual es harto de llorar la ignorancia de algunos, que se cargan de extraordinarias penitencias y de otros muchos voluntarios ejercicios, y piensan que les bastará eso y eso otro para venir a la unión de la Sabiduría divina, si con diligencia ellos no procuran negar sus apetitos. Los cuales, si tuviesen cuidado de poner la mitad de aquel trabajo en esto, aprovecharían más en un mes que por todos los demás ejercicios en muchos años. Porque, así como es necesaria a la tierra la labor para que lleve fruto, y sin labor no le lleva, sino malas hierbas, así es necesaria la mortificación de los apetitos para que haya provecho en el alma; (sin) la cual oso decir que, para ir adelante en perfección y noticia de Dios y de sí mismo, nunca le aprovecha más cuanto hiciere que aprovecha la simiente echada en la tierra no rota. Y así, no quitan la tiniebla y rudeza del alma hasta que los apetitos se apaguen. Porque son como las cataratas o como las motas en el ojo, que impiden la vista hasta que se echan fuera.

               Y así, echando de ver David (Sal. 57, 10) la de estos, y cuán impedidas tienen las almas de la claridad de la verdad, y cuánto Dios se enoja con ellos, habla con ellos diciendo: Priusquam intelligerent spinae vestrae rhamnum: sicut viventes, sic in ira absorbet eos, y es como si dijera: Antes que entendiesen vuestras espinas, esto es, vuestros apetitos, así como a los vivientes, de esta manera los absorberá en su ira Dios. Porque a los apetitos vivientes en el alma, antes que ellos puedan entender a Dios, los absorberá Dios en esta vida o en la otra con castigo y corrección, que será por la purgación. Y dice que los absorberá en ira, porque lo que se padece en la mortificación de los apetitos es castigo del estrago que en el alma han hecho.

               ¡Oh si supiesen los hombres de cuánto bien de luz divina los priva esta ceguera que les causan sus aficiones y apetitos, y en cuántos males y daños les hacen ir cayendo cada día en tanto que no los mortifican! Porque no hay fiarse de buen entendimiento, ni dones que tengan recibidos de Dios, para pensar que, si hay afición o apetito, dejará de cegar y oscurecer y hacer caer poco a poco en peor. Porque ¿quién dijera que un varón tan acabado en sabiduría y dones de Dios como era Salomón, había de venir a tanta ceguera y torpeza de voluntad, que hiciese altares a tantos ídolos y los adorase el mismo, siendo ya viejo? (3 Re. 11, 4). Y sólo para esto bastó la afición que tenía a las mujeres y no tener el cuidado de negar los apetitos y deleites de su corazón. Porque el mismo dice de sí en el Eclesiastés (2, 10) que no negó a su corazón lo que le pidió. Y pudo tanto este arrojarse a sus apetitos, que, aunque es verdad que al principio tenía recato, pero, porque no los negó, poco a poco le fueron cegando y oscureciendo el entendimiento, de manera que le vinieron a acabar de apagar aquella gran luz de sabiduría que Dios le había dado, de manera que a la vejez dejó a Dios. 

               Y si en este pudieron tanto, que tenía tanta noticia de la distancia que hay entre el bien y el mal, ¿qué no podrán contra nuestra rudeza los apetitos no mortificados? Pues, como dijo Dios al profeta Jonás (4, 11) de los ninivitas, no sabemos lo que hay entre la siniestra y la diestra, porque a cada paso tenemos lo malo por bueno, y lo bueno por malo, y esto de nuestra cosecha lo tenemos. Pues, ¿qué será si se añade apetito a natural tiniebla? sino que como dice Isaías (59, 10): Palpavimus sicut caeci parietem, et quasi absque oculis, attrectavimus: impegimus meridie, quasi in tenebris. Habla el profeta con los que aman seguir estos sus apetitos, y es como si dijera: Habemos palpado la pared, como si fueramos ciegos, y anduvimos atentando como sin ojos, y llegó a tanto nuestra ceguera, que en el mediodía atollamos, como si fuera en las tinieblas. Porque esto tiene el que está ciego del apetito, que, puesto en medio de la verdad y de lo que le conviene, no lo echa más de ver que si estuviera en tinieblas.



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