Mi interior se encuentra de tal modo asediado, que todas aquellas cosas que mantenían la vida espiritual y corporal le han sido quitadas poco a poco. Al serle quitadas ha conocido que no eran sino unas ayudas, y al reconocerlas como tales, de tal modo las va menospreciando que todas ellas se van desvaneciendo, sin que nada las retenga.
Y es que el espíritu tiene ya en sí el instinto de quitar todo lo que pueda impedir su perfección, y está dispuesto a obrar con tal crueldad que se dejaría poner en el Infierno con tal de conseguir su intento. Y así va quitándole al hombre interior todas las cosas que podrían alimentarle, y lo asedia tan sutilmente que no le deja pasar la más mínima imperfección, sin que al punto sea descubierta y aborrecida. Y ese mismo asedio hace que mi espíritu tampoco pueda soportar que aquellas personas que me son próximas, y que van al parecer hacia la perfección, se sustenten en criatura alguna.
Cuando los veo cebados en cosas que yo he menospreciado ya, no puedo sino apartarme para no verlo, y más aún cuando son personas especialmente próximas a mí. Ayuno en el exterior. El hombre exterior, por su parte, se ve tan desasistido por el espíritu, que ya no encuentra cosa sobre la tierra que pueda recrearle, según su instinto humano. Ya no le queda otra confortación que Dios, que va obrando todo esto por Amor y con gran Misericordia para satisfacer Su Justicia. Y entender que esto es así le da una gran alegría y una gran paz. Sin embargo, no por esto sale de su prisión, ni tampoco lo intenta, hasta que Dios haga lo que sea necesario. Su alegría está en que Dios esté satisfecho, y nada le sería más penoso que salir fuera de la ordenación de Dios, tan justa la ve, y tan misericordiosa.
Todas estas cosas las veo y las toco, pero no sé encontrar las palabras convenientes para expresar lo que querría decir. Lo que yo he dicho, lo siento obrar dentro de mí espiritualmente. La prisión en la cual me parece estar es el mundo, y la cadena que a él me sujeta es el cuerpo. Y el alma, iluminada por la gracia, es la que conoce la importancia de estar privado, o al menos retardado, por algún impedimento que no le permite conseguir su fin. Ella es tan delicada, y recibe ciertamente tal dignidad de Dios por la gracia, que viene a hacerse semejante y participante de Él, que la hace una cosa Consigo por la participación de Su Bondad.
Y así como es imposible que venga Dios a sufrir alguna pena, así les sucede a aquellas Almas que se aproximan a Él, y tanto más cuanto más se le aproximan, pues más participan de Sus propiedades. Ahora bien, el retardo que el alma sufre le causa una pena, y esta pena y retardo le hacen disconforme de aquella propiedad que ella tiene por naturaleza. Y no pudiendo gozar de ella, siendo de ella capaz, sufre una pena tan grande cuanto en ella es grande el conocimiento y el amor de Dios. Y cuanto está más sin pecado, más le conoce y estima, y el impedimento se hace más cruel, sobre todo porque el alma permanece toda ella recogida en Dios y, al no tener ningún impedimento externo, conoce sin error.
Así como el hombre que se deja matar antes que ofender a Dios, siente el morir y le da sufrimiento, pero la Luz de Dios le da un celo seguro que le hace estimar el honor de Dios más que la muerte corporal; así el alma que conoce la ordenación de Dios, tiene más en cuenta esa ordenación que todos los tormentos, por terribles que puedan ser, interiores o exteriores. Y esto es así porque Dios, por el que se hacen estas obras, excede a toda cosa que pueda imaginarse o sentirse.
Todas estas cosas que he ido exponiendo, el alma no las ve, ni de ellas habla, ni conoce de ellas con propiedad o daño; sino que las conoce en un instante, y no las ve en sí misma, porque aquella atención que Dios le da de sí mismo, por pequeña que sea, de tal modo absorbe al alma que excede a todas las cosas, de las que ya no hace caso. En fin, Dios hace perder aquello que es del hombre, y en el Purgatorio lo purifica.
Santa Catalina de Génova, Tratado del Purgatorio
otros extractos del
Tratado del Purgatorio
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