Nos dice Santo Tomás que un día, durante la Santa Misa, vio a Jesucristo con las manos llenas de tesoros, buscando a quién repartirlos, y que, si acertásemos a asistir con frecuencia y devoción a la Santa Misa, alcanzaríamos muchas y mayores gracias que las que poseemos, ya en el orden espiritual ya en el temporal.
Os he dicho que el buen ladrón nos instruiría acerca de la manera como hemos de portarnos durante los momentos de la Consagración y Elevación de la Sagrada Hostia, momentos en los cuales hemos de ofrecernos a Dios junto con Jesucristo, teniéndonos por participantes de aquel Augusto Misterio.
Mirad cómo se porta aquel feliz penitente en la hora misma de su ejecución; ¿no veis cómo abre los ojos del alma para reconocer a su libertador?. Pero ved también los progresos que hace durante las tres horas que pasa en compañía del Salvador agonizante. Está amarrado a la Cruz, sólo le quedan libres el corazón y la lengua, y ved con qué diligencia ofrece uno y otro a Jesucristo: le hace entrega de todo lo que tiene, le consagra su corazón por la Fe y la esperanza, le pide humildemente un lugar en el Paraíso, es decir, en Su Reino Eterno. Le consagra su lengua, publicando su inocencia y santidad. A su compañero de suplicio le habla de esta manera: «Es justo que a nosotros se nos castigue: pero Él es inocente» (Evangelio de San Lucas, cap. 23, vers. 41). En la hora en que los demás se entretienen ultrajando a Jesucristo con las más horribles blasfemias, él se convierte en su panegirista; mientras Sus Discípulos le abandonan, él abraza su partido; y su caridad es tan grande, que no omite esfuerzo alguno por convertir a su compañero. No nos admire el ver tanta virtud en este buen ladrón, puesto que nada hay tan a propósito para mover nuestro corazón como la vista de Jesucristo agonizante; no hay momento en que se nos conceda la gracia con tanta abundancia, y, sin embargo, somos testigos de tal acontecimiento todos los días.
¡Ay!, si en el feliz momento de la Consagración tuviésemos la dicha de estar animados de una viva Fe, una sola Misa bastaría para librarnos de los vicios en que estamos enredados y convertirnos en verdaderos penitentes, es decir, en perfectos Cristianos. ¿De dónde viene, pues, me diréis, que, asistiendo a tantas Misas, continuemos siendo siempre los mismos? Ello proviene de que sólo estamos presentes corporalmente, mas nuestro espíritu está en otra parte, con lo cual no hacemos otra cosa que completar nuestra reprobación a causa de las malas disposiciones con que asistimos a tan Santa Misa. ¡Ay!, ¡cuántas Misas mal oídas, que, en vez de asegurarnos nuestra salvación, nos endurecen más y más!
Habiéndose aparecido Jesucristo a Santa Matilde, le dijo: “Has de saber, hija mía, que los Santos asistirán a la muerte de todos aquellos que habrán oído con devoción la Santa Misa para ayudarlos a morir bien, para defenderlos de las tentaciones del demonio y para presentar sus almas a Mi Padre”. ¡Qué dicha la nuestra, la de ser asistidos, en aquellos temibles instantes, por tantos Santos cuantas sean las Misas que habremos oído bien!...
No temamos jamás que la Santa Misa nos cause perjuicio en nuestros negocios temporales; antes al contrario, hemos de estar seguros de que todo andará mejor y de que nuestros negocios alcanzarán mejor éxito….. ¿No recordáis, en efecto, lo que nos aconseja Jesucristo en el Evangelio, que busquemos primero el Reino de los Cielos, y lo demás se nos dará por añadidura ?” ….. id a preguntárselo, y Él os enseñará la manera de vivir prósperamente sin trabajar más de lo ordinario, con sólo oír la Santa Misa todos los días”.
Tal vez esto os extrañe, más a mí no. Esto es lo que vemos todos los días en los hogares donde hay verdadera piedad y devoción: los negocios de los que asisten con frecuencia a la santa Misa prosperan mucho más que los de quienes dejan de asistir por falta de fe o por pensar que no van a tener tiempo. ¡Ay! ¡Cuánto más felices seríamos, si depositáramos en Dios toda nuestra confianza y tuviésemos en nada nuestro trabajo!
No hay momento tan precioso para pedir a Dios nuestra conversión como el de la Santa Misa; ahora vais a verlo. Un santo ermitaño llamado Pablo vio a un joven muy bien vestido, entrar en una iglesia acompañado de gran número de demonios; pero, terminada la Santa Misa, lo vio salir acompañado de una multitud de Ángeles que marchaban a su lado.” ¡Oh, Dios mío!, exclamó el Santo, cuán agradable os debe ser la Santa Misa!”
Nos dice el Santo Concilio de Trento que la Misa aplaca la Cólera de Dios, convierte al pecador, alegra al Cielo, alivia las Almas del Purgatorio, da Gloria a Dios y atrae sobre la tierra toda clase de bendiciones (Sesión XXIII y XXII). ¡Oh!, si llegásemos a comprender la que es el Santo Sacrificio de la Misa, ¿con qué respeto no asistiríamos a ella?...
El Santo Abad Nilo nos refiere que su maestro San Juan Crisóstomo le dijo un día confidencialmente que, durante la Santa Misa, veía a una multitud de Ángeles bajando del Cielo para adorar a Jesús sobre el Altar, mientras muchos de ellos recorrían la iglesia para inspirar a los fieles el respeto y amor que debemos sentir a Jesucristo presente sobre el Altar.
¡Momento precioso, momento feliz para nosotros, aquel en que Jesús está presente sobre nuestros altares! ¡Ay!, si los padres y las madres comprendiesen bien esto y supiesen aprovecharse de esta Doctrina, sus hijos no serían tan miserables, ni se alejarían tanto de los caminos que al Cielo conducen. ¡Dios mío, cuántos pobres junto a un tan gran tesoro!.
Continuará...
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