ORACIONES INICIALES
Por la señal de la Santa Cruz ✠ de nuestros enemigos ✠ líbranos Señor ✠ Dios Nuestro.
En el Nombre del Padre, del Hijo ✠ y del Espíritu Santo. Amén.
¡Oh Virgen Santísima Inmaculada, belleza y esplendor del Carmen! Tú, que miras con ojos de particular bondad al que viste Tu Bendito Escapulario, mírame benignamente y cúbreme con el manto de Tu maternal protección. Fortalece mi flaqueza con Tu Poder, ilumina las tinieblas de mi entendimiento con Tu Sabiduría, aumenta en mí la Fe, la Esperanza y la Caridad. Adorna mi alma con tales gracias y virtudes que sea siempre amada de Tu Divino Hijo y de Ti. Asísteme en vida, consuélame cuando muera en Tu amabilísima presencia, y preséntame a la Augustísima Trinidad como hijo y siervo devoto Tuyo, para alabarte eternamente y bendecirte en el Paraíso. Amén.
PARA MEDITAR HOY
El hecho sucedió en Villarreal, espléndida ciudad de la provincia de Castellón de la Plana. Era el 29 de Agosto de 1928. Un cielo claro y el sol, propio de la estación estival, inundaba de luz la fértil campiña villarrealense, que la mano del hombre supo transformar en delicioso jardín, aromado con los efluvios del azahar.
Una señora, con su familia, salió al campo para pasar unas horas de solaz en una alquería, casita de campo de su propiedad, por cuya vera pasa la Acequia Mayor, que toma su crecido caudal del río Mijares. Dicha señora ordenó a una niñera que tenía a su servicio saliese de la alquería para quebrar almendras. Tras la niñera siguió el pequeño hijo del ama, llamado Miguel Cantavella Pitarch, que hacía días había cumplido tres años de edad.
Transcurrido un rato de absoluto silencio, la señora ni oía la voz del hijo ni la de la niñera, ni el ruido que ésta debía hacer cumpliendo con la faena que se le había encomendado. Ignoraba que la joven criada se había alejado de la alquería, dejando al niño Miguel solo, al borde de la caudalosa acequia. Con todo, salió para dar un vistazo, buscó con la mirada anhelante y angustiosa a su Miguelín, le voceó... ¿Dónde estaría el niño?.
Al dirigir su vista a la corriente de agua de la acequia, vio a su pequeño hijo que flotaba en la superficie como una boya, sin hundirse, sin ser arrastrado por la corriente. Nótese que la acequia tiene de profundidad algo más que la alzada de un hombre de buena talla; su anchura oscila entre cuatro y cinco metros; la masa del agua que llevaba a la sazón alcanzaba la altura de un metro aproximadamente, y el desnivel del álveo determinaba en el punto del suceso un movimiento progresivo casi impetuoso. Y recuérdese lo que se ha dicho: que, a pesar de todo, el niño de tres años aparecía en la superficie, flotando como una boya.
A poco que la angustiada madre hubiera reflexionado se habría convencido de que su hijo, que no había perecido, tampoco perecería: hubiera podido ver allí una mano oculta, un prodigio patente. Pero el instinto de salvar al hijo no le permitió un segundo de serena reflexión.
Le faltó tiempo para arrojarse al agua con una niña de pecho que llevaba en brazos. Cuando la madre hubo sacado sano y salvo al niño, repuesta de la mortal congoja, trató de indagar la causa de un prodigio tan patente como inexplicable para ella. El pequeño náufrago, con la sencillez y lenguaje propios de su edad, pero como si fuera una persona mayor que terminaba de bañarse en agua de rosas, dijo a su madre: -"La Mare de Déu me tenía aixina". (La Madre de Dios me tenía así). Y mientras decía estas palabras, reveladoras del gran prodigio, que luego repetía muchas veces, juntaba los codos a la cintura y extendía los antebrazos y las manos en actitud de sostener algo, el cuerpecito de un niño, en nuestro caso.
La afortunada madre acababa de comprender que la Virgen del Carmen había salvado a su hijo de una muerte inevitable; entendió perfectamente que el no sumergirse su niño, de tres años, en tanto caudal de agua y el no ser arrastrado por la corriente era un milagro del Escapulario del Carmen, que dos días antes le había hecho imponer y que llevaba pendiente del cuello, en el acto del trágico percance, "el pequeño náufrago".
por el Padre Rafael María López-Melús, O. Carm.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.