La Celebración de la Natividad de la Bienaventurada Virgen María surgió en la Iglesia alrededor del siglo VII, siendo establecida por el Papa San Sergio I (687-701).
Un escrito apócrifo del siglo II, conocido con el nombre de Proto-evangelio de Santiago, nos ha transmitido los nombres de los padres de Nuestra Señora, San Joaquín y Santa Ana, que la Iglesia añadió en el Calendario Litúrgico.
La Tradición sitúa el lugar del Nacimiento de la Virgen María en Galilea o, con mayor probabilidad, en la Ciudad Santa de Jerusalén, donde se han encontrado las ruinas de una basílica bizantina del siglo V, edificada sobre la llamada "Casa de Santa Ana", muy cerca de la piscina Probática. Tal vez por esa piadosa Tradición la Liturgia Católica pone en labios de Madre de Dios aquellas palabras "me establecí en Sión. En la ciudad amada me dio descanso, y en Jerusalén está Mi potestad" (Libro del Eclesiástico, cap. 24, vers. 15).
El Nacimiento de la Madre de Dios que hoy recordamos, marcó el inicio de la Plenitud de los Tiempos, cuando las Promesas de Dios hechas a través de los Profetas del Antiguo Testamento comenzaron a cumplirse según estaba escrito.
Así, la Natividad de María Virgen es un suceso especialmente trascendental para los Cristianos, porque la Madre del Hijo de Dios, por esa unión de intereses salvíficos, se convierte en Medianera entre los hombres y Dios mismo, Sagrario viviente que le portó en el seno y lo dio a luz sin mácula en Su virginidad. María nació predestinada por el Altísimo a ser Madre, oficio divino que le fue confirmado por Su mismo Hijo en el momento del Calvario, cuando en la persona del discípulo adolescente, nos legó a María Virgen con aquél "Ahí tienes a Tu Madre" (Evangelio de San Juan, cap. 19, vers. 34)
MARÍA
LA OBRA MÁS GRANDIOSA Y DIGNA
"Es cierto que el alma de María es la más bella que ha creado Dios después de la del Verbo Encarnado; ésta fue la obra más grandiosa y de por sí la más digna que realizó el Omnipotente en la tierra. “Una obra que sólo es superada por el mismo Dios”, dice San Pedro Damiano. La Gracia de Dios no se dio a María con medida como a los demás Santos, sino “como el rocío que humedece la tierra” (Salmo 71, vers. 6). Fue el Alma de María como lana que absorbió dichosa la gran lluvia de la Gracia sin perder ni una gota. “La Virgen –dice San Basilio– absorbió toda la gracia del Espíritu Santo”. Es decir, como explica San Buenaventura, poseyendo en plenitud todo lo que los demás Santos poseen en parte. San Vicente Ferrer, hablando de la Santidad de María antes de su nacimiento, dice que esa santidad sobrepasó la de todos los Ángeles y Santos juntos.
Es el común sentir, que la Santa Niña, al recibir la gracia santificante en el seno de Su madre Santa Ana, recibió al mismo tiempo, la gracia de la Ciencia Infusa, que es una luz divina correspondiente a toda la gracia de que fue enriquecida. Así que bien podemos creer que desde el primer instante en que Su Alma se unió a Su Cuerpo, Ella quedó iluminada con todas las luces de la Divina Sabiduría con que conoció la Verdad Eterna, la belleza de la virtud, y sobre todo, la Infinita Bondad de Su Dios y cuánto merecía ser amado de todos, pero especialmente por Ella por razón de los especialísimos privilegios con que el Señor la había dotado, distinguiéndola sobre todas las criaturas, preservándola de la mancha del pecado original, dándole gracias tan inmensas, y destinándola para Madre del Verbo y Reina del Universo..."
San Alfonso María de Ligorio, Doctor de la Iglesia
HOY ES EL DÍA INDICADO
PARA RENOVAR NUESTRO VOTO DE
ESCLAVITUD MARIANA
En su Tratado de la Verdadera Devoción a la Virgen María, San Luis Grignión de Montfort enseña que "Antes del Bautismo pertenecíamos al demonio como esclavos suyos. El Bautismo nos ha convertido en verdaderos esclavos de Jesucristo".
Así es, y si no, basta recordar el reclamo del Apóstol San Pablo "¿Acaso no sabéis que no os pertenecéis?" (1 Cor. 6, 19). Y San Luis añade: "Somos totalmente suyos, como sus miembros y esclavos, comprados con el precio infinito de toda su Sangre".
Teniendo en cuenta esto, el incansable misionero, San Luis Grignión, explica la diferencia entre el servidor asalariado y el esclavo: "Por la esclavitud, en cambio, uno depende de otro enteramente, por toda la vida y debe servir al amo sin pretender salario ni recompensa alguna, como si fuera uno de sus animales sobre los que tiene derecho de vida y muerte".
Por naturaleza, todos los seres son esclavos de Dios. Los demonios y los condenados también lo son por constreñimiento, y los justos y santos, por libre voluntad.
Este tipo de esclavitud, enseña el Santo enamorado de la Virgen, es "la más perfecta y la más gloriosa para Dios, que escruta el corazón, nos lo pide para sí y se llama Dios del corazón o de la voluntad amorosa", porque por esta esclavitud el alma "opta por Dios y por su servicio, sin que importe todo lo demás, aunque no estuviese obligado a ello por naturaleza".
Al final de su obra, San Luis aconseja algunas "prácticas interiores que tienen gran eficacia santificadora para aquellos a quienes el Espíritu Santo llama a una elevada perfección". Éstas consisten en hacer todas las acciones "por María, con María, en María y para María, a fin de obrar más perfectamente por Jesucristo, con Jesucristo, en Jesucristo y para Jesucristo".
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