Celebramos hoy día de Pentecostés, que significa día cincuenta después de Pascua, el feliz cumplimiento de la promesa de Nuestro Señor Jesucristo de enviar el Espíritu Santo que baja sobre la Iglesia naciente, en figura de lenguas de fuego. Si en Pentecostés los judíos ofrecían agradecidos al Señor, los primeros frutos de la tierra, nosotros, más afortunados, podremos exclamar con San Agustín: "Pascua fue el principio de la gracia, Pentecostés fue su coronamiento"
Si ellos -los judíos- recordaban la promulgación de los Mandamientos de Dios dados en el Monte Sinaí, la Ley Cristiana que los perfecciona fue hoy con valentía promulgada por el Cabeza de los Apóstoles, en virtud de la luz y fuerza que le infundió el Espíritu Santo.
Es tan solemne esta fiesta como la de Pascua; su celebración se remonta a la más lejana antigüedad, así en la Edad Media, se le daba relieve mediante diversas representaciones, como la típica lluvia de rosas, símbolo de los Dones del Espíritu Santo mencionados de varias maneras en los textos de la Misa de hoy.
El color litúrgico que se ha de usar en este día es el encarnado, que simboliza la llama de amor ardiente y activo, ya que el Espíritu Santo es el amor personificado entre el Padre y el Hijo.
En compañía de la Reina del Cielo perseveraban alegres los doce Apóstoles con los demás discípulos y fieles aguardando en el Cenáculo la promesa del Salvador, confirmada por la Madre, de que les enviaría de las alturas al Espíritu consolador, que les enseñaría y administraría todas las cosas que en su Doctrina habían oído. Estaban todos unánimes y tan conformes en la caridad, que en todos aquellos días ninguno tuvo pensamiento, afecto ni ademán contrario de los otros. María Santísima con la plenitud de sabiduría y gracia conoció el tiempo y la hora determinada por la Divina Voluntad para enviar al Espíritu Santo sobre el Colegio Apostólico.
El día de Pentecostés por la mañana la Reina previno a los Apóstoles, a los demás discípulos y mujeres santas (que todas eran ciento veinte personas) para que orasen y esperasen con mayor fervor, porque muy presto serían visitados de las alturas con el Divino Espíritu. Y estando así orando todos juntos, a la hora de tercia se oyó en el aire un gran sonido de espantoso tronido, y un viento o espíritu vehemente con grande resplandor, como de relámpago y de fuego; y todo se encaminó a la casa del Cenáculo, llenándola de luz y derramándose aquel divino fuego sobre toda aquella santa congregación. Aparecieron sobre la cabeza de cada uno de los ciento veinte unas lenguas del mismo fuego en que venía el Espíritu Santo, llenándolos a todos y a cada uno de divinas influencias y dones soberanos, causando a un mismo tiempo muy diferentes y contrarios efectos en el Cenáculo y en todo Jerusalén, según la diversidad de sujetos.
Los Apóstoles fueron también llenos y repletos del Espíritu Santo, porque recibieron admirables aumentos de la gracia justificante en grado muy levantado; y solos ellos doce fueron confirmados en esta gracia para no perderla. Respectivamente se les infundieron hábitos de los siete dones, sabiduría, entendimiento, ciencia, piedad, consejo, fortaleza y temor, todos en grado convenientísimo. En este beneficio tan grandioso y admirable, como nuevo en el mundo, quedaron los doce Apóstoles elevados y renovados para ser idóneos ministros del Nuevo Testamento y fundadores de la Iglesia evangélica en todo el mundo.
En todos los demás discípulos, y otros fieles que recibieron el Espíritu Santo en el Cenáculo, obró el Altísimo los mismos efectos con proporción y respectivamente, salvo que no fueron confirmados en gracia como los Apóstoles; mas según la disposición de cada uno se les comunicó la gracia y dones con más o menos abundancia para el ministerio que les tocaba en la Iglesia. La misma proporción se guardó en los Apóstoles; pero San Pedro y San Juan señaladamente fueron aventajados con estos dones por los más altos oficios que tenían; el uno de gobernar la Iglesia como cabeza, y el otro de asistir y servir a María Santísimo. El texto de San Lucas dice que el Espíritu Santo llenó toda la casa donde estaba aquella feliz congregación, no sólo porque todos en ella quedaron llenos del divino Espíritu y de sus inefables dones, sino porque la misma casa fue llena de admirable luz y resplandor. Esta plenitud de maravillas y prodigios redundó Y se comunicó a otros fuera del cenáculo; porque obró también diversos y varios efectos el Espíritu Santo en los moradores y vecinos de Jerusalén.
No son menos admirables, aunque más ocultos, otros efectos muy contrarios a los que he dicho que el mismo Espíritu divino obró este día en Jerusalén.
Sucedió, pues, que con el espantoso trueno y vehemente conmoción del aire y relámpagos en que vino el Espíritu Santo, turbó y atemorizó a todos los moradores de la ciudad enemigos del Señor, respectivamente a cada uno según su maldad y perfidia. Señalóse este castigo con todos cuantos fueron actores y concurrieron en la muerte de Nuestro Salvador, particularizándose y airándose en malicia y rabia. Todos éstos cayeron en tierra por tres horas, dando en ella de cerebro.
Y los que azotaron a Su Majestad murieron luego todos ahogados de su propia sangre, que del golpe se les movió y trasvenó hasta sofocarlos, por la que con tanta impiedad derramaron. El que dio la bofetada a Su Majestad divina, no sólo murió repentinamente, sino que fue lanzado en el infierno en alma y cuerpo. Otros de los judíos, aunque no murieron, quedaron castigados con intensos dolores y algunas enfermedades abominables, que con la sangre de Cristo de que se cargaron han pasado a sus descendientes, y aun perseveran hoy entre ellos, y los hacen inmundísimos y horribles. Este castigo fue notorio en Jerusalén, aunque los pontífices y fariseos pusieron gran diligencia en desmentirlo, como lo hicieron en la Resurrección del Salvador.
por la Venerable Sor María de Jesús de Ágreda
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